Reconocer que algo tenemos que hacer con el olvido y la memoria es reconocer que tanto el olvido como la memoria nos son necesarios, y que es preciso saber y recordar para poder olvidar ya que “diferente es el olvido que pasa por la memoria, del olvido que proviene del ocultamiento”
Por Juan Carlos Volnovich*
(especial para La Tecl@ Eñe)
Un interrogante me servirá como disparador.
Por Juan Carlos Volnovich*
(especial para La Tecl@ Eñe)
Un interrogante me servirá como disparador.
“¿No sería mejor dejar las cosas donde están?”
La pregunta sincera, ingenua, si acaso piadosa, de una mujer a las Abuelas de Plaza de Mayo, se refería a los pibes como "cosas" y a las familias de militares que asesinaron a sus padres, como al lugar "donde están".
¿No sería mejor dejar las cosas donde están?
¿Cómo responder? ¿Cómo encontrar la buena respuesta? Entre tantas posibles, ¿cómo evitar la fácil, la obvia? ¿Cuál, la respuesta que abra a la polémica, a la confrontación, y restituya el carácter pertinente de la cuestión planteada? En definitiva: cuál, la respuesta que nos guíe para explorar lo impensable.
Se trata, para empezar, de reconocer que algo tenemos que hacer con el olvido y la memoria; reconocer que tanto el olvido como la memoria nos son necesarios, y que es preciso saber y recordar para poder olvidar ya que “diferente es el olvido que pasa por la memoria, del olvido que proviene del ocultamiento"[i] (Marcelo Viñar). Es preciso saber y recordar para poder olvidar a sabiendas que una cosa es la memoria (la mneme de los griegos) y otra muy distinta la reminiscencia (la anamnesis de los griegos). Porque allí donde la memoria aparece como un proceso continuo que no se interrumpe, la anamnesis designa la reminiscencia de lo que se olvidó.
Es preciso saber que mientras dure el silencio, el ocultamiento y la mentira insistirán en el síntoma individual, encriptado circulará de generación en generación, hasta que "alguien" lo descifre con más o menos dolor; hasta que la recuperación de ese pasado, la captura simbólica de ese engaño, de lugar a una resignificación estructurante.
Se trata, entonces, de pensar sin miedo en la cuota de sentido y en la cuota de insensatez que tiene seguir denunciando la ausencia, continuar buscando a esos jóvenes, no cesar en el intento de encontrarlos.
Pero acaso ¿es posible pensar sin miedo? ¿Acaso es posible pensar con miedo? Los períodos democráticos abren --¿quién puede dudarlo?-- una tregua, buena para la reflexión. Pero ocurre que, generalmente, los cambios políticos, difíciles como son, tienen, sin embargo, una cierta agilidad comparados con los cambios en las costumbres y en las creencias. De modo tal que aun en democracia, es difícil pensar…y es difícil pensar en democracia porque cuando el terror se instala, sus efectos no cesan, aunque cesen de ejercerse las acciones que lo produjeron.
Durante los años de plomo, los militares que impusieron el terrorismo de Estado fueron ascendidos a la condición de dioses. Magos de la aparición y de la desaparición. Hicieron desaparecer personas como por arte de magia. Hicieron aparecer niños como por arte de magia
Aparición y desaparición. Tarea de magos... y de dioses[ii]
Otros dioses precedieron a éstos, los de nuestra generación. Dioses que contribuyeron a cargar sobre nuestras espaldas la memoria del horror. Los colonialistas españoles que desembarcaron en estas tierras inauguraron con el "descubrimiento" una empresa de exterminio. Ellos, también, fueron magos de la aparición y la desaparición. Los españoles "descubrieron" América contra toda evidencia de las civilizaciones que residían aquí porque --como se sabe-- nada existe antes de haber sido creado por Dios. Así, a esos pueblos originarios (que ellos llamaron “indios”) o los pensaban como seres humanos completos, buenos para ser bautizados y catequizados, o bien se los reconocía como deficientes: buenos para ser aplastados, subordinados, cuando no exterminados. Los aborígenes fueron eliminados. Su existencia corporal y simbólica, negada (culturas tan diversas como la de los mapuches, tobas, quechuas, aymarás, shuaras, tetetes, cofames, cayapas, miskitos, entre otros fueron homogeneizadas bajo la categoría de indios). Culturas e historias casi desaparecidas. Junto al genocidio de los "indios", debemos a estos dioses, que cientos de miles de africanos fueran arrancados de sus tierras, de su cultura, de sus familias, de sus nombres y de su historia para convertirse en "cosas". Objetos de intercambio que "gestados" en bodegas de galeones nacían a la "nueva vida". Allí, nuevamente, la aparición (de los negros), la desaparición (de los pueblos originarios) que los dioses impusieron desde el poder.
Nuestra identidad nacional, nuestra cultura se forjó, también, con oleadas de inmigrantes. Sobrevivientes y verdugos, generalmente, de otros proyectos genocidas. Todo hace pensar que sabemos muy poco de su historia por la transmisión oral de nuestros abuelos. Si acaso anécdotas, mitos que se repiten hasta el cansancio para disimular silencios, vacíos. Más que relatos callados, se trata de marcas no significables. Experiencias abrumadoras que se inscriben por lo negativo: huecos.
Todo hace pensar que el silencio de los sobrevivientes y de los verdugos --que se explica por la insalvable dificultad de transmitirles a sus hijos el lugar activo o pasivo que les tocó en un proyecto de exterminio-- se inscribió como hecho traumático. Tanto más eficaz cuanto que su causa fue muda. Porque ¿Cuál es la palabra para designar el horror? ¿Cuál el relato que permita transmitir eso, insoportable, de haber sido objeto, destinatario elegido, de un proyecto de destrucción? ¿Cómo hablar desde el lugar de sujetos inhumanos, pensados para ser exterminados y quemados?
Esos dioses --los nazis, por ejemplo-- también tomaron la decisión estratégica de exterminar la "raza" toda: eliminar a los judíos en sus prolongaciones ascendentes y descendentes para, después, negar que hubieran existido. De ahí, la industria de la desaparición de cuerpos. Esa maquinaria mortífera de los hornos, los campos de exterminio…la fábrica de cadáveres.
Nuestra identidad nacional, nuestra cultura se forjó, decía, con oleadas de inmigrantes. En su mayoría, sobrevivientes y verdugos de la Shoah, de proyectos genocidas (los judíos, los armenios, los gitanos) o de persecuciones ligadas a la pobreza y a las guerras.
El genocidio de los judíos y de los los armenios casi nada tiene que ver, seguramente, con el exterminio de los pueblos originarios, ni con el arrancamiento al que fueron sometidos los negros africanos. No se puede comparar la persecución masiva, la tortura y la desaparición a la que fue sometida la sociedad argentina entre 1976 y 1983, con los horrores de las guerras convencionales (la de la Triple Alianza, la de las Malvinas, para citar sólo dos que nos "tocaron" de muy cerca) o con el arrancamiento que padecieron los inmigrantes y los refugiados, o con las víctimas del neoliberalismo, pero, sin embargo, algo tienen en común. Son parte de un pasado traumático, identidad nuestra hecha con marcas letales. Existe un registro diferente --una particular inscripción en la individualidad psíquica, y en la Memoria Colectiva-- para las guerras, el “Holocausto”, los genocidios, el terrorismo de Estado y la amenaza nuclear; pero todas ellas ponen en peligro la supervivencia de la especie y, por lo tanto, comparten una particular manera de impedir su captura simbólica. Captura simbólica que tiende a quedar abolida con la propuesta inicial: ¿No sería mejor dejar las cosas donde están?
En la memoria colectiva de esta región del planeta que a todos incluye, no faltan ausentes. Sobran los desaparecidos. No faltan ausentes ni, mucho menos, faltan ciertas presencias demoníacas. De modo tal, decía, que algo tenemos que hacer con la presencia y la ausencia; algo tenemos que hacer con el olvido y la memoria a sabiendas que un abismo separa la Historia de la Memoria Colectiva. La Historia como disciplina científica, que los historiadores de oficio desempeñan, intenta restituir un pasado perdido, un pasado total y objetivo que está muy lejos de aquél que la Memoria Colectiva evoca. Si bien la Historia de los historiadores es selectiva, los criterios de selección, las leyes que la regulan, son internos a la disciplina. En cambio, la Memoria Colectiva, siendo lo que es, metáfora psicológica, hace uso del recuerdo y del olvido en el presente, cuando el pasado es transmitido a las nuevas generaciones a través de lo que Yerushalmi[iii] llamó “los canales y receptáculos de la memoria” y a lo que Pierre Nora prefirió aludir como “lugares de la memoria”.
Los psicoanalistas incitados a pensar en estos temas, sabemos muy bien que, en todo caso, se trata de recordar, para no repetir. Revelar, para poder olvidar o, al menos, para cicatrizar heridas. Trabajo este, el de pensar, que permita innovar en el siniestro destino que tiende a reiterarse. Porque si de algo estamos convencidos --poco, pero algo al fin-- es que el hecho traumático que no es elaborado, el hecho traumático que no es simbólicamente resignificado (individual y/o colectivamente, pero sobre todo colectivamente), se transmite de generación en generación y se expresa como compulsión a la repetición. Reaparece en lo real.
No obstante: ¿No sería mejor olvidar?
La pregunta sincera, ingenua, si acaso piadosa, de una mujer a las Abuelas de Plaza de Mayo, se refería a los pibes como "cosas" y a las familias de militares que asesinaron a sus padres, como al lugar "donde están".
¿No sería mejor dejar las cosas donde están?
¿Cómo responder? ¿Cómo encontrar la buena respuesta? Entre tantas posibles, ¿cómo evitar la fácil, la obvia? ¿Cuál, la respuesta que abra a la polémica, a la confrontación, y restituya el carácter pertinente de la cuestión planteada? En definitiva: cuál, la respuesta que nos guíe para explorar lo impensable.
Se trata, para empezar, de reconocer que algo tenemos que hacer con el olvido y la memoria; reconocer que tanto el olvido como la memoria nos son necesarios, y que es preciso saber y recordar para poder olvidar ya que “diferente es el olvido que pasa por la memoria, del olvido que proviene del ocultamiento"[i] (Marcelo Viñar). Es preciso saber y recordar para poder olvidar a sabiendas que una cosa es la memoria (la mneme de los griegos) y otra muy distinta la reminiscencia (la anamnesis de los griegos). Porque allí donde la memoria aparece como un proceso continuo que no se interrumpe, la anamnesis designa la reminiscencia de lo que se olvidó.
Es preciso saber que mientras dure el silencio, el ocultamiento y la mentira insistirán en el síntoma individual, encriptado circulará de generación en generación, hasta que "alguien" lo descifre con más o menos dolor; hasta que la recuperación de ese pasado, la captura simbólica de ese engaño, de lugar a una resignificación estructurante.
Se trata, entonces, de pensar sin miedo en la cuota de sentido y en la cuota de insensatez que tiene seguir denunciando la ausencia, continuar buscando a esos jóvenes, no cesar en el intento de encontrarlos.
Pero acaso ¿es posible pensar sin miedo? ¿Acaso es posible pensar con miedo? Los períodos democráticos abren --¿quién puede dudarlo?-- una tregua, buena para la reflexión. Pero ocurre que, generalmente, los cambios políticos, difíciles como son, tienen, sin embargo, una cierta agilidad comparados con los cambios en las costumbres y en las creencias. De modo tal que aun en democracia, es difícil pensar…y es difícil pensar en democracia porque cuando el terror se instala, sus efectos no cesan, aunque cesen de ejercerse las acciones que lo produjeron.
Durante los años de plomo, los militares que impusieron el terrorismo de Estado fueron ascendidos a la condición de dioses. Magos de la aparición y de la desaparición. Hicieron desaparecer personas como por arte de magia. Hicieron aparecer niños como por arte de magia
Aparición y desaparición. Tarea de magos... y de dioses[ii]
Otros dioses precedieron a éstos, los de nuestra generación. Dioses que contribuyeron a cargar sobre nuestras espaldas la memoria del horror. Los colonialistas españoles que desembarcaron en estas tierras inauguraron con el "descubrimiento" una empresa de exterminio. Ellos, también, fueron magos de la aparición y la desaparición. Los españoles "descubrieron" América contra toda evidencia de las civilizaciones que residían aquí porque --como se sabe-- nada existe antes de haber sido creado por Dios. Así, a esos pueblos originarios (que ellos llamaron “indios”) o los pensaban como seres humanos completos, buenos para ser bautizados y catequizados, o bien se los reconocía como deficientes: buenos para ser aplastados, subordinados, cuando no exterminados. Los aborígenes fueron eliminados. Su existencia corporal y simbólica, negada (culturas tan diversas como la de los mapuches, tobas, quechuas, aymarás, shuaras, tetetes, cofames, cayapas, miskitos, entre otros fueron homogeneizadas bajo la categoría de indios). Culturas e historias casi desaparecidas. Junto al genocidio de los "indios", debemos a estos dioses, que cientos de miles de africanos fueran arrancados de sus tierras, de su cultura, de sus familias, de sus nombres y de su historia para convertirse en "cosas". Objetos de intercambio que "gestados" en bodegas de galeones nacían a la "nueva vida". Allí, nuevamente, la aparición (de los negros), la desaparición (de los pueblos originarios) que los dioses impusieron desde el poder.
Nuestra identidad nacional, nuestra cultura se forjó, también, con oleadas de inmigrantes. Sobrevivientes y verdugos, generalmente, de otros proyectos genocidas. Todo hace pensar que sabemos muy poco de su historia por la transmisión oral de nuestros abuelos. Si acaso anécdotas, mitos que se repiten hasta el cansancio para disimular silencios, vacíos. Más que relatos callados, se trata de marcas no significables. Experiencias abrumadoras que se inscriben por lo negativo: huecos.
Todo hace pensar que el silencio de los sobrevivientes y de los verdugos --que se explica por la insalvable dificultad de transmitirles a sus hijos el lugar activo o pasivo que les tocó en un proyecto de exterminio-- se inscribió como hecho traumático. Tanto más eficaz cuanto que su causa fue muda. Porque ¿Cuál es la palabra para designar el horror? ¿Cuál el relato que permita transmitir eso, insoportable, de haber sido objeto, destinatario elegido, de un proyecto de destrucción? ¿Cómo hablar desde el lugar de sujetos inhumanos, pensados para ser exterminados y quemados?
Esos dioses --los nazis, por ejemplo-- también tomaron la decisión estratégica de exterminar la "raza" toda: eliminar a los judíos en sus prolongaciones ascendentes y descendentes para, después, negar que hubieran existido. De ahí, la industria de la desaparición de cuerpos. Esa maquinaria mortífera de los hornos, los campos de exterminio…la fábrica de cadáveres.
Nuestra identidad nacional, nuestra cultura se forjó, decía, con oleadas de inmigrantes. En su mayoría, sobrevivientes y verdugos de la Shoah, de proyectos genocidas (los judíos, los armenios, los gitanos) o de persecuciones ligadas a la pobreza y a las guerras.
El genocidio de los judíos y de los los armenios casi nada tiene que ver, seguramente, con el exterminio de los pueblos originarios, ni con el arrancamiento al que fueron sometidos los negros africanos. No se puede comparar la persecución masiva, la tortura y la desaparición a la que fue sometida la sociedad argentina entre 1976 y 1983, con los horrores de las guerras convencionales (la de la Triple Alianza, la de las Malvinas, para citar sólo dos que nos "tocaron" de muy cerca) o con el arrancamiento que padecieron los inmigrantes y los refugiados, o con las víctimas del neoliberalismo, pero, sin embargo, algo tienen en común. Son parte de un pasado traumático, identidad nuestra hecha con marcas letales. Existe un registro diferente --una particular inscripción en la individualidad psíquica, y en la Memoria Colectiva-- para las guerras, el “Holocausto”, los genocidios, el terrorismo de Estado y la amenaza nuclear; pero todas ellas ponen en peligro la supervivencia de la especie y, por lo tanto, comparten una particular manera de impedir su captura simbólica. Captura simbólica que tiende a quedar abolida con la propuesta inicial: ¿No sería mejor dejar las cosas donde están?
En la memoria colectiva de esta región del planeta que a todos incluye, no faltan ausentes. Sobran los desaparecidos. No faltan ausentes ni, mucho menos, faltan ciertas presencias demoníacas. De modo tal, decía, que algo tenemos que hacer con la presencia y la ausencia; algo tenemos que hacer con el olvido y la memoria a sabiendas que un abismo separa la Historia de la Memoria Colectiva. La Historia como disciplina científica, que los historiadores de oficio desempeñan, intenta restituir un pasado perdido, un pasado total y objetivo que está muy lejos de aquél que la Memoria Colectiva evoca. Si bien la Historia de los historiadores es selectiva, los criterios de selección, las leyes que la regulan, son internos a la disciplina. En cambio, la Memoria Colectiva, siendo lo que es, metáfora psicológica, hace uso del recuerdo y del olvido en el presente, cuando el pasado es transmitido a las nuevas generaciones a través de lo que Yerushalmi[iii] llamó “los canales y receptáculos de la memoria” y a lo que Pierre Nora prefirió aludir como “lugares de la memoria”.
Los psicoanalistas incitados a pensar en estos temas, sabemos muy bien que, en todo caso, se trata de recordar, para no repetir. Revelar, para poder olvidar o, al menos, para cicatrizar heridas. Trabajo este, el de pensar, que permita innovar en el siniestro destino que tiende a reiterarse. Porque si de algo estamos convencidos --poco, pero algo al fin-- es que el hecho traumático que no es elaborado, el hecho traumático que no es simbólicamente resignificado (individual y/o colectivamente, pero sobre todo colectivamente), se transmite de generación en generación y se expresa como compulsión a la repetición. Reaparece en lo real.
No obstante: ¿No sería mejor olvidar?
Atenas
“Mejor, olvidar”. De la Grecia antigua, que marcó tanto nuestra cultura occidental, nos llega la orden del olvido forzoso: olvido colectivo.
Más que en Grecia, en la Atenas del Siglo V antes de nuestra era, la memoria fue prohibida. Doblemente prohibida. La primera vez a comienzos del siglo (494 a.c.). “La toma de Mileto”, tragedia en la que Frínico daba cuenta del sufrimiento de la familia jónica aplastada por los persas, fue castigada con multas y suprimida para siempre. Y esto se debió a que durante la representación, como nos recuerda Heródoto, “el teatro entero prorrumpió en lágrimas”. De ahí el peligro de rememorar los propios males, padecimientos que no deben ser evocados como no se deberían abrir las heridas dolorosas. El pueblo de Atenas hizo saber que no iba a soportar escenas ni nada que pudiera afectarlo a partir del recuerdo.
La segunda prohibición vino a finales del mismo siglo V antes de nuestra era, intentando cerrarle el paso al recuerdo de las desgracias, provenientes, esta vez, de la propia guerra civil. Se prohibió, entonces (en el 403 a.c.), recordar el horror como manera de lograr una reconciliación democrática. Amnistía con amnesia fue la consigna. “No recordaré las desgracias” fue el juramento que comprometió, uno a uno a los demócratas atenienses y que supuso algo más: renunciar a la venganza. Olvidar, para evitar represalias. Olvidar el duelo, la ira del duelo, enterrar el odio infinito como si nada hubiera pasado. Memoria suprimida. Así, la política de Atenas comenzó allí donde se borró el recuerdo, donde cesó la venganza; donde se impuso el olvido colectivo.
Es necesario destacar aquí, que Memoria Colectiva e Historia, desde la Grecia antigua en adelante tomaron rumbos diferentes; pero ambas lo hicieron adoptando rostro de mujer. La obligación de olvidar, la prohibición del recuerdo fue, fundamentalmente, una imposición a las mujeres atenienses; mujeres habitadas por un odio infinito, por una ira eterna a causa del duelo por sus hijos muertos en la guerra. Desde la polis griega hasta la Plaza de Mayo, fueron siempre las mujeres memoriosas las “más peligrosas”. Tal parecería ser que en nuestra civilización patriarcal ellas, dolidas, enlutadas, rencorosas, están siempre prontas para recordar y para clamar venganza. Tal el poder de las lágrimas de las mujeres en el espacio público…. No hay arma política más eficaz. Pero, como bien describe Nicole Loraux, en ellas recae, también, la responsabilidad de montar guardia sobre la historia de la democracia. Al depositar en la mujeres los archivos de la Polis, al instalarse en el Metroon (ese templo a la madre ubicado en el Ágora de Atenas vecino y gemelo del Buleuterion, sede del consejo de Atenienses donde se cocinaba la política democrática), al instalarse en el Metroon, decía, los archivos de la polis, al quedar en manos de mujeres, la historia de la ciudad quedaba en buenas manos.
Más que en Grecia, en la Atenas del Siglo V antes de nuestra era, la memoria fue prohibida. Doblemente prohibida. La primera vez a comienzos del siglo (494 a.c.). “La toma de Mileto”, tragedia en la que Frínico daba cuenta del sufrimiento de la familia jónica aplastada por los persas, fue castigada con multas y suprimida para siempre. Y esto se debió a que durante la representación, como nos recuerda Heródoto, “el teatro entero prorrumpió en lágrimas”. De ahí el peligro de rememorar los propios males, padecimientos que no deben ser evocados como no se deberían abrir las heridas dolorosas. El pueblo de Atenas hizo saber que no iba a soportar escenas ni nada que pudiera afectarlo a partir del recuerdo.
La segunda prohibición vino a finales del mismo siglo V antes de nuestra era, intentando cerrarle el paso al recuerdo de las desgracias, provenientes, esta vez, de la propia guerra civil. Se prohibió, entonces (en el 403 a.c.), recordar el horror como manera de lograr una reconciliación democrática. Amnistía con amnesia fue la consigna. “No recordaré las desgracias” fue el juramento que comprometió, uno a uno a los demócratas atenienses y que supuso algo más: renunciar a la venganza. Olvidar, para evitar represalias. Olvidar el duelo, la ira del duelo, enterrar el odio infinito como si nada hubiera pasado. Memoria suprimida. Así, la política de Atenas comenzó allí donde se borró el recuerdo, donde cesó la venganza; donde se impuso el olvido colectivo.
Es necesario destacar aquí, que Memoria Colectiva e Historia, desde la Grecia antigua en adelante tomaron rumbos diferentes; pero ambas lo hicieron adoptando rostro de mujer. La obligación de olvidar, la prohibición del recuerdo fue, fundamentalmente, una imposición a las mujeres atenienses; mujeres habitadas por un odio infinito, por una ira eterna a causa del duelo por sus hijos muertos en la guerra. Desde la polis griega hasta la Plaza de Mayo, fueron siempre las mujeres memoriosas las “más peligrosas”. Tal parecería ser que en nuestra civilización patriarcal ellas, dolidas, enlutadas, rencorosas, están siempre prontas para recordar y para clamar venganza. Tal el poder de las lágrimas de las mujeres en el espacio público…. No hay arma política más eficaz. Pero, como bien describe Nicole Loraux, en ellas recae, también, la responsabilidad de montar guardia sobre la historia de la democracia. Al depositar en la mujeres los archivos de la Polis, al instalarse en el Metroon (ese templo a la madre ubicado en el Ágora de Atenas vecino y gemelo del Buleuterion, sede del consejo de Atenienses donde se cocinaba la política democrática), al instalarse en el Metroon, decía, los archivos de la polis, al quedar en manos de mujeres, la historia de la ciudad quedaba en buenas manos.
Judaísmo
Si la democracia ateniense se fundó en la prohibición de recordar las desgracias, el monoteísmo basó su vigencia y permanencia en la obligación del recuerdo. Recordar, no olvidar, se instaló como mandamiento indeclinable.
Moisés recibió la Toráh en el Sinaí, de ahí a Josué, y de Josué a los Antiguos, de los Antiguos a los Profetas, y así siguiendo hasta nuestros días. La Toráh, ese libro sagrado, patrimonio de los sacerdotes pasó a ser, en nombre de la recreación rememorativa permanente, propiedad de todo un pueblo. La Toráh fue destinada a ser recordada, como recordada será la destrucción del Segundo Templo a manos de los romanos. Ese templo que fue lugar de memoria judía. El recuerdo, entonces, se convirtió en obligación insoslayable para el pueblo judío como lo fue el olvido para los griegos, solo que para los judíos no se trató de cualquier recuerdo. No estuvo en juego la obligación de recordarlo todo sino la de recordar siempre sólo aquello que la Ley de Dios habilitaba: la halakhah. Pero esa Ley, esa Halakhah, no tenía ni tiene el sentido de la Ley, nomos, el sentido alejandrino primero, el sentido paulínico, el sentido lacaniano que adquirió, después. La palabra hebrea halakh remite a marchar, alude al camino por el que se transita. El camino, la vía, el conjunto de episodios ejemplares y edificantes que le dan a un pueblo el sentido de su destino.
Tal vez por eso el propio Freud --Freud, el judío-- en Agosto de 1938, escapado de su Jerusalen Vienesa, inmediatamente después del Anschluss (la anexión de Austria a la Alemania Nazi), con clara evidencia de la muerte que se avecinaba, envió a Anna Freud al XV Congreso Internacional que en París reunió a la diáspora psicoanalítica, con un fragmento de su hasta entonces inédito Moisés y el Monoteísmo. Fragmento que decía así:
“Los infortunios políticos sufridos por la nación judía le enseñaron a los judíos a valorar el único bien que les quedó: su Escritura. Inmediatamente después que Tito, el Romano, destruyó el templo de Jerusalén, el rabino Johanan ben Saccai solicitó el permiso de abrir en Jabneh la primera escuela para el estudio de la Torah. Desde entonces, el pueblo disgregado se mantuvo unido gracias a las Sagradas Escrituras y al interés espiritual que ésta sucitó”.
Tampoco esta concepción del recuerdo forzoso, esta construcción de la memoria colectiva se limitó a los judíos. Se mantiene vigente en cada dispositivo totalitario cuando decide, día a día, qué debemos recordar y qué debemos olvidar. Al imponer un Dios único, también la religión obligó al olvido. Olvido impuesto por el monoteísmo que arrastró para siempre el recuerdo del vasto y rico universo de la mitología pagana.
Pero no me perdonaría omitir en éste espacio una referencia a nuestra Memoria Colectiva. Por eso insisto con la pregunta inicial: ¿No sería mejor dejar las cosas donde están y no pensar más en eso?
La propuesta dirigida a las Abuelas de Plaza de Mayo: "dejar las cosas donde están", sugiere un pacto, un acuerdo, una complicidad. Pacto entre dos partes: una, acorralada por la ausencia; la otra, dueña de la vida y la muerte, que les "sugiere" como única salida para conjurarla, hacer suyo el deseo letal. O, peor aún, aceptar que sus hijos nunca existieron como humanos. Acuerdo propuesto para convalidar, dejando "las cosas donde están", a los dioses en su lugar de poder. Pacto que intenta ocultar los crímenes cometidos por los militares o, si acaso, atribuirles a las víctimas la intención agresiva y violenta que soportan. De ahí que a las Abuelas se les pida cesar en su búsqueda, "dejar las cosas donde están", renunciar a “seguir haciendo daño.”
El terrorismo de Estado basó su eficacia en la aniquilación física y en la destrucción de los cuerpos y de los símbolos. Mataron cuerpos y mataron la propia muerte. Ocultaron el origen de la vida y la muerte. "Dejar las cosas donde están" significa, entonces, exponernos a la perpetuación de la desaparición y la muerte. Seguir ofertándoles sacrificios a los dioses para sostenerlos en su lugar de poder. Significa someternos a la amenaza de muerte --o de desaparición-- haciendo nuestro el deseo de muerte y de desaparición, que nos toma por destinatarios.
Para las Abuelas "dejar las cosas donde están", significa que ellas mismas deberían aportar a su aniquilamiento. Evaporarse. Lo que las Abuelas no callan, lo que denuncian con su incorruptible anhelo de encontrarlos es, simplemente, la existencia de sus nietos. Esos pibes existen. Y lo que ellas pretenden es poder llamarlos por su nombre.
Por el contrario, "dejar las cosas donde están", invita a aceptar el silencio, la insensatez y la muerte. La muerte, y la abolición de la muerte. Propone, también, resignarse a la prolongación del terrorismo de Estado que nuestra precaria Democracia intenta interrumpir.
Si como decía al principio tanto el olvido como la memoria nos son necesarios, desde que se me hace imposible trazar la línea divisoria entre el exceso y el defecto, tomo partido por el exceso. Puesto a elegir –hereje--; identificado con el que escoge (ya que ecléctico deriva del griego eklektikós) –ecléctico--; me pongo del lado del exceso de memoria. Tanto es mi temor a la repetición que el olvido augura que, más judío que griego, prefiero recordar demasiado antes que olvidar de más. Me prefiero el Funes de Borges, antes que el dañado cerebral de Luria (aquel que herido en el cerebro, sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial pero sin memoria). Me prefiero mnenonista, el de la memoria prodigiosa que le impedía olvidar, antes que el Leonard de Memento, el protagonista del film de Christopher Nolan.
Si es esta mi elección, si me juego por suturar la memoria que el ocultamiento fractura, que no cesen de acumularse recuerdos; que nos inunden las olas de imágenes pasadas; que se multipliquen las narraciones orales; que los académicos nos abrumen con sus textos y los artistas no dejen de agobiarnos con sus obras; que las fotografías de los desaparecidos no desaparezcan; que el psicoanálisis cante presente ante la infatigable tarea de enfrentar el horror; de modo que se sepa acerca del poder simbolizante de la Memoria Colectiva; de modo que se sepa acerca de los infinitos sentidos, los inagotables significados capaces de desplazar, de una vez y para siempre, la certeza de una única interpretación de la realidad.
Si la democracia ateniense se fundó en la prohibición de recordar las desgracias, el monoteísmo basó su vigencia y permanencia en la obligación del recuerdo. Recordar, no olvidar, se instaló como mandamiento indeclinable.
Moisés recibió la Toráh en el Sinaí, de ahí a Josué, y de Josué a los Antiguos, de los Antiguos a los Profetas, y así siguiendo hasta nuestros días. La Toráh, ese libro sagrado, patrimonio de los sacerdotes pasó a ser, en nombre de la recreación rememorativa permanente, propiedad de todo un pueblo. La Toráh fue destinada a ser recordada, como recordada será la destrucción del Segundo Templo a manos de los romanos. Ese templo que fue lugar de memoria judía. El recuerdo, entonces, se convirtió en obligación insoslayable para el pueblo judío como lo fue el olvido para los griegos, solo que para los judíos no se trató de cualquier recuerdo. No estuvo en juego la obligación de recordarlo todo sino la de recordar siempre sólo aquello que la Ley de Dios habilitaba: la halakhah. Pero esa Ley, esa Halakhah, no tenía ni tiene el sentido de la Ley, nomos, el sentido alejandrino primero, el sentido paulínico, el sentido lacaniano que adquirió, después. La palabra hebrea halakh remite a marchar, alude al camino por el que se transita. El camino, la vía, el conjunto de episodios ejemplares y edificantes que le dan a un pueblo el sentido de su destino.
Tal vez por eso el propio Freud --Freud, el judío-- en Agosto de 1938, escapado de su Jerusalen Vienesa, inmediatamente después del Anschluss (la anexión de Austria a la Alemania Nazi), con clara evidencia de la muerte que se avecinaba, envió a Anna Freud al XV Congreso Internacional que en París reunió a la diáspora psicoanalítica, con un fragmento de su hasta entonces inédito Moisés y el Monoteísmo. Fragmento que decía así:
“Los infortunios políticos sufridos por la nación judía le enseñaron a los judíos a valorar el único bien que les quedó: su Escritura. Inmediatamente después que Tito, el Romano, destruyó el templo de Jerusalén, el rabino Johanan ben Saccai solicitó el permiso de abrir en Jabneh la primera escuela para el estudio de la Torah. Desde entonces, el pueblo disgregado se mantuvo unido gracias a las Sagradas Escrituras y al interés espiritual que ésta sucitó”.
Tampoco esta concepción del recuerdo forzoso, esta construcción de la memoria colectiva se limitó a los judíos. Se mantiene vigente en cada dispositivo totalitario cuando decide, día a día, qué debemos recordar y qué debemos olvidar. Al imponer un Dios único, también la religión obligó al olvido. Olvido impuesto por el monoteísmo que arrastró para siempre el recuerdo del vasto y rico universo de la mitología pagana.
Pero no me perdonaría omitir en éste espacio una referencia a nuestra Memoria Colectiva. Por eso insisto con la pregunta inicial: ¿No sería mejor dejar las cosas donde están y no pensar más en eso?
La propuesta dirigida a las Abuelas de Plaza de Mayo: "dejar las cosas donde están", sugiere un pacto, un acuerdo, una complicidad. Pacto entre dos partes: una, acorralada por la ausencia; la otra, dueña de la vida y la muerte, que les "sugiere" como única salida para conjurarla, hacer suyo el deseo letal. O, peor aún, aceptar que sus hijos nunca existieron como humanos. Acuerdo propuesto para convalidar, dejando "las cosas donde están", a los dioses en su lugar de poder. Pacto que intenta ocultar los crímenes cometidos por los militares o, si acaso, atribuirles a las víctimas la intención agresiva y violenta que soportan. De ahí que a las Abuelas se les pida cesar en su búsqueda, "dejar las cosas donde están", renunciar a “seguir haciendo daño.”
El terrorismo de Estado basó su eficacia en la aniquilación física y en la destrucción de los cuerpos y de los símbolos. Mataron cuerpos y mataron la propia muerte. Ocultaron el origen de la vida y la muerte. "Dejar las cosas donde están" significa, entonces, exponernos a la perpetuación de la desaparición y la muerte. Seguir ofertándoles sacrificios a los dioses para sostenerlos en su lugar de poder. Significa someternos a la amenaza de muerte --o de desaparición-- haciendo nuestro el deseo de muerte y de desaparición, que nos toma por destinatarios.
Para las Abuelas "dejar las cosas donde están", significa que ellas mismas deberían aportar a su aniquilamiento. Evaporarse. Lo que las Abuelas no callan, lo que denuncian con su incorruptible anhelo de encontrarlos es, simplemente, la existencia de sus nietos. Esos pibes existen. Y lo que ellas pretenden es poder llamarlos por su nombre.
Por el contrario, "dejar las cosas donde están", invita a aceptar el silencio, la insensatez y la muerte. La muerte, y la abolición de la muerte. Propone, también, resignarse a la prolongación del terrorismo de Estado que nuestra precaria Democracia intenta interrumpir.
Si como decía al principio tanto el olvido como la memoria nos son necesarios, desde que se me hace imposible trazar la línea divisoria entre el exceso y el defecto, tomo partido por el exceso. Puesto a elegir –hereje--; identificado con el que escoge (ya que ecléctico deriva del griego eklektikós) –ecléctico--; me pongo del lado del exceso de memoria. Tanto es mi temor a la repetición que el olvido augura que, más judío que griego, prefiero recordar demasiado antes que olvidar de más. Me prefiero el Funes de Borges, antes que el dañado cerebral de Luria (aquel que herido en el cerebro, sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial pero sin memoria). Me prefiero mnenonista, el de la memoria prodigiosa que le impedía olvidar, antes que el Leonard de Memento, el protagonista del film de Christopher Nolan.
Si es esta mi elección, si me juego por suturar la memoria que el ocultamiento fractura, que no cesen de acumularse recuerdos; que nos inunden las olas de imágenes pasadas; que se multipliquen las narraciones orales; que los académicos nos abrumen con sus textos y los artistas no dejen de agobiarnos con sus obras; que las fotografías de los desaparecidos no desaparezcan; que el psicoanálisis cante presente ante la infatigable tarea de enfrentar el horror; de modo que se sepa acerca del poder simbolizante de la Memoria Colectiva; de modo que se sepa acerca de los infinitos sentidos, los inagotables significados capaces de desplazar, de una vez y para siempre, la certeza de una única interpretación de la realidad.
*Juan Carlos Volnovich es médico psicoanalista.
[i] Viñar: Marcelo. Fracturas de la memoria. Montevideo: TRILCE Ediciones, 1993.
[ii] Dejando de lado el sentido polémico y hasta peligroso del término patriarcado, esos dioses -dioses de la aparición y la desaparición- se me hacen dioses patriarcales. Dioses envidiosos de la fertilidad femenina que realizan -en su universo psicótico- la fantasía de ser ellos los que hicieron a esos niños, los que después de "gestarlos" les pusieron nombre, les pusieron fecha y lugar de nacimiento. Les dieron identidad e historia, los bautizaron y - (de)negando a sus verdaderas madres (ya que no aceptan el asesinato sino que reclaman la inexistencia de esas madres: desaparecidas)- después de construirlos ellos mismos, les dieron una "madre".
[iii] Yerushalmi, Y.H.: Reflexiones sobre el olvido. Coloquio de Royaumont. En Usos del Olvido. Nueva Visión. Buenos Aires. 1998.
[i] Viñar: Marcelo. Fracturas de la memoria. Montevideo: TRILCE Ediciones, 1993.
[ii] Dejando de lado el sentido polémico y hasta peligroso del término patriarcado, esos dioses -dioses de la aparición y la desaparición- se me hacen dioses patriarcales. Dioses envidiosos de la fertilidad femenina que realizan -en su universo psicótico- la fantasía de ser ellos los que hicieron a esos niños, los que después de "gestarlos" les pusieron nombre, les pusieron fecha y lugar de nacimiento. Les dieron identidad e historia, los bautizaron y - (de)negando a sus verdaderas madres (ya que no aceptan el asesinato sino que reclaman la inexistencia de esas madres: desaparecidas)- después de construirlos ellos mismos, les dieron una "madre".
[iii] Yerushalmi, Y.H.: Reflexiones sobre el olvido. Coloquio de Royaumont. En Usos del Olvido. Nueva Visión. Buenos Aires. 1998.
jordan shoes
ResponderEliminarkyrie irving shoes
golden goose
yeezy boost 500
supreme clothing
jordan shoes
air jordan
yeezy shoes
supreme clothing
steph curry shoes