Convertido en mainstream musical,
el rock – y sus alrededores - funciona como parte esencial de la banda de
sonido del sistema, lejos de sus pretensiones contraculturales de origen,
cuando ser rockero se acercaba a una toma de posición ideológica e implicaba
incluso un riesgo personal. La gran masa musical del tercer milenio funciona a
modo de réplica del rock de sponsors, en matrices de composición e
interpretación que en algunos casos resultan más cercanas al mero plagio que a
la recreación de un estilo.
Por Oscar Finkelstein*
(para La Tecl@ Eñe)
El rock argentino va camino a los
cincuenta años. Casi medio siglo (¡medio siglo!) de luces y sombras, altos y
bajos, apogeos y crisis. Difícil aseverar en qué estado se encuentra hoy. Quizá
haya que pensar en qué estados se
encuentra. Porque el rock, que siempre fue diverso aun en su aparente
homogeneidad, es mucho más que un género, y no sólo en lo referido a la
cantidad. Si el arte siempre se miró en espejos precedentes, el rock – contemporáneo
del marketing y la publicidad como formadores de opinión, factores de poder y,
esencialmente, promotores de consumo - hizo de esa existencia, a imagen y
semejanza, la búsqueda del modelo a seguir. O, en el peor de los casos, apenas
la caricatura de ese modelo. En lo estético, sí, pero también en lo ético.
Supongamos por un momento que en
aquel comienzo Almendra se miraba un poco en los Beatles; Manal, en los Rolling
Stones, y Los Gatos, en los Beach Boys. Y que cada uno le aportó lo local, lo propio.
Luego, León Gieco se modeló en Bob Dylan y Sui Generis en Crosby & Nash,
también con sus particularidades. Pero el tiempo demostró que, si bien esos
habían sido los modelos de su adolescencia musical, lo que más tarde cada uno
construyó tiene que ver sí con ese origen hoy lejano, pero también -y más- con
lo que no estaba escrito. Litto Nebbia, Luis Alberto Spinetta, Moris, Javier
Martínez y decenas de músicos pioneros, que con los años abrieron el camino a
varias generaciones de rockeros, no enhebraron las cuentas de su obra a imagen
y semejanza de aquellos que oficiaron de ídolos, sino que pergeñaron un nuevo
género musical -el rock nacional-, que luego derivó en subgéneros y acompañó
modas al ritmo de ciertos patrones de consumo joven. Los acordes de bossa nova de La balsa, cierto espíritu piazzolliano en Almendra, tango de los arrabales
en el blues de Manal, ritmos del folklore criollo en el primer Miguel Abuelo y
en Arco Iris, son algunos de los más salientes ejemplos de lo que se estaba
gestando y concretando: una lectura del rock anglosajón pasado por el tamiz
nacional, mucho más una búsqueda de identidad que una paleta de color local
para alumbrar un nuevo paisajismo musical.
Con los años, con las décadas, el
rock fue sumando estilos y fusiones que, por necesidades no necesariamente
expresivas, fabricó nuevas categorías. Y lo sigue haciendo. Así, el rock parió
con fórceps una serie de matrices musicales que hoy resultan difíciles de
soslayar, incluso para quienes preferirían disfrutar de la libertad de
incursionar en mucho más que un único y preciso género musical, que es lo que
suele demandar el mercado. Con la marca del boom de los ´80 y los primeros ´90
más que con la de los pioneros sesentistas, la gran masa musical del tercer
milenio funciona a modo de réplica del rock de sponsors. El legado sónico, el stone, el del rock barrial (y su
homenaje permanente e inconsciente a Vox Dei), el blusero, el agitador de
masas, el cancionístico de rima consonante. Hoy, seguramente la mayoría de las bandas
nuevas resultan mecanismos de matricería diseñados a cuatro manos entre
chicos con inquietudes artísticas en busca de una salida laboral y
eventualmente fama y prestigio, por un lado; y por el otro, la industria, ya no
meramente discográfica, sino partícipe necesaria del gran negocio de la música,
que está más en los escenarios y en las computadoras y celulares (aunque no factura
en la Argentina, donde reina la bajada ilegal) que en las escasas disquerías
sobrevivientes.
Esas matrices de composición e
interpretación, que en algunos casos resultan más cercanas al mero plagio que a
la recreación de un estilo, se repiten hasta, literalmente, el hartazgo, pero
la incorporación de nuevas audiencias permite al imitador mantener ocultos los
trucos bajo la manga. Nadie lo explica mejor que Peter Capusotto con personajes
como Pomelo, Los Oportunistas del Conurbano o Manga de Boludos, que
representan, respectivamente, el rock stone,
el rock chabón y el auténticamente decadente. El fenómeno, que excede el
escenario local, se potencia con la proliferación de covers y tributos en los que la repetición se ve, si no
justificada, al menos tolerada bajo la excusa del respeto al estilo original, que
a veces ni siquiera lo es tanto. No es seguro que esto implique la existencia
de una crisis en el negocio del rock. Ser - o pretender ser - más como otro que
como uno mismo probablemente sea un indicio de menor peso artístico, aunque no
necesariamente de menor índice de popularidad.
Convertido en mainstream musical, el rock – y sus alrededores
- funciona como parte esencial de la banda de sonido del sistema, lejos de sus
pretensiones contraculturales de origen, cuando ser rockero se acercaba a una
toma de posición ideológica e implicaba incluso un riesgo personal. Hoy esa militancia
(con perdón de la palabra) persiste en los márgenes, ahí donde toda expresión
artística es posible, como en un nirvana musical sin bateas donde cada quien
escribe, compone, toca y canta a voluntad, sin intermediaciones ni auspicios ni
manuales de mercadeo. Libres y, quizás, en pelotas. En esos suburbios, un poco
más acá o más allá de la autopista principal, un creciente puñado de
cantautores – no todos de la misma generación, como sí lo eran aquellos jóvenes
de ayer -, solos o en compañía, conforman el presente más fresco y el futuro
más promisorio (Ariel Minimal, Flopa Lestani, Juan Ravioli, Lucio Mantel, Florencia
Ruiz, Gabo Ferro, Lucas Marti, Tomás Levrero, Mariana Bianchini, Pablo Dacal,
Lisandro Aristimuño, Gonzalo Aloras, Pablo Grinjot, Panza, Diosque, Andrés Ruiz
y siguen las firmas) y también lo hacen bandas que se miran en el espejo del
rock de modos muy diversos (Chancha Vía Circuito, El Chávez, Las Manos de Filippi,
Acorazado Potemkin, Pez, Rosal, Valle de Muñecas) en un número tan grande que
resulta imposible de listar sin omisiones flagrantes.
Así, decenas, centenares y acaso
miles de grupos y solistas vuelven al armado artesanal, al todo a pulmón pero
en serio, a la imaginación al poder, para sortear las trampas del oligopolio
artístico que tiende a chupar y a escupir sin mirar a quién. Y, sí: Violencia
Rivas tiene razón.
*Periodista, editor y agente editorial free lance. Autor de "León
Gieco. Crónica de un sueño" y de "Según pasan los platos"
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