De inmigraciones, museos,
memoria y Nación
Apuntes sobre Migrantes de
Christian Boltanski[1]
El Hotel de los Inmigrantes es hoy un museo, el Museo del Inmigrante. Un
siglo después, las retóricas estatales explicitan tanto un cambio de época (de
la matriz productiva a la espectacularizada –el Dock vuelto Faena, y así-),
como un adocenado lenguaje progresista, que musealiza incluso aquello
que intenta abjurar: inimaginable resulta una glorificación colectiva de la
inmigración latinoamericana reciente.
Por Sebastián Russo*
(para La Tecl@ Eñe)
El Hotel de los Inmigrantes es hoy un museo, el Museo del Inmigrante. Un
siglo después, las retóricas estatales explicitan tanto un cambio de época (de
la matriz productiva a la espectacularizada –el Dock vuelto Faena, y así-),
como un adocenado lenguaje progresista, que musealiza incluso –sobretodo- aquello
que intenta abjurar: inimaginable resulta una glorificación colectiva de la
inmigración latinoamericana reciente.
El enclaustramiento del sentido, que el concepto de Museo evoca y convoca, aquí
ligado a otra acepción político-conceptual, la de “inmigrante”, que alude tanto
al encierro (simbólico, pero de materialidad y carnalidad vibrante), como a la
esperanza, la ilusión de haber arribado a tierra
prometida. Pero qué nos dicen éstas configuraciones terminológicas, a qué
tipo de sociedad (imaginada) refieren. La mirada estatal sobre el inmigrante
fue mutando. De qué modo estas modulaciones (del higienismo al Indoamericano)
son asimiladas, reconvertidas. En cuánto y de qué forma el arte contribuye en
este proceso. En definitiva, y siendo
que estamos condenados a vivir con y entre fantasmas, qué y cómo conmueve
nuestro presente lidiar con aquellos espectros, con aquellas fantasmagorías: de
un “hacer la América ”,
a la xenófoba ley de inmigración de Miguel Cané.
En este marco museístico, de incisiva y pregnante evocación de un pasado
(una época) pura potencia (productiva-esperanzadora/atemorizante-reprimible),
se presenta una de las obras que el artista francés Christian Boltanski montó
en Buenos Aires.
Horadando las solidificaciones de aquellos conceptos, y monumental, más por
su puesta en escena que por su invocación monumentalista, esta instalación permite
tensionar el doble (cuanto menos) registro de aquella gesta migrante (esbozando
tal vez una reflexión sobre toda gesta migratoria) Doble registro dijimos: la
aventura del que lo arriesga todo, y hace de su voluntad rito iniciático, apuesta
esperanzada; y el temor ante una tierra que lo convoca pero que a su vez lo
repele, ante la sospecha y la aprensión por la mezcla, la peste, el virus
(menos biológico que social), que lo convierte de visitante anhelado a peligro
inminente. Esta tensión que se expresa ya en un edificio de estilo, que
pareciera no haber esperando a los gérmenes
de la Europa
hambreada con los que terminó lidiando, se actualiza en la instalación de
Boltanski, en una puesta en escena fantasmagórica, excesiva, perturbadora.
Un murmullo agobiante, entremezclado, de voces que se embadurnan en sus
idiomas disímiles, se oye en y desde todas las salas. Un murmullo continuo y
heteróclito, insoportable para una lógica estatal de afán a la vez homogenizador
y distinguidor, aglutinador y catalogador del diferente, con las técnicas
heredadas de la criminalística lombrosiana y el higienismo: enclaustrándolo a
una cuarentena preventiva –a eso también se llamaba “hotel”-. La mezcla y la
multitud que este murmullo perpetuo presentifica, evoca los males que una serie de disciplinas se
encargó de controlar (nacieron para ello
–la sociología, entre ellas-), hacerlos esclavizantemente productivos,
absorbiendo y neutralizando sus pústulas disruptivas.
Lamparitas de tungsteno colgando de un cable, desde el interrogatorio, a la
precariedad habitacional, elementos altamente connotados constituyendo no solo
un escenificación de la pobreza y la interrogación, sino una puesta en escena dada
a la evocación de un tiempo detenido. Las salas, los pasillos están
bañados, abrazados por una tenue neblina. Conformando una (la) experiencia
fantasmagórica (por antonomasia). Lo que retornan como espectros, son ecos,
lamentos, sueños, represiones de un época, de una epopeya, de varias, la
mayoría truncadas, incluso la de una Nación blanca e ilustrada imaginada por la
elite gobernante.
¿Cómo no oír en esos murmullos, los esbozos de una semana trágica, de una
Patagonia rebelde? ¿Cómo no oír el tenue lamento ahogado en una almohada de un
niño añorando a su madre, y el sollozo contenido de su padre, con la
incertidumbre fatal de –no- darle a aquel algo de sosiego, de futuro? ¿Y cómo
no oír en ese murmullo la necesidad controladora, represiva, administrativa, de
lo que se ve cúmulo indistinguido y se desea regimiento homogéneo –he ahí, las
camas iguales y geométricamente dispuestas, los sacos iguales, las lámparas
iguales todas salvo las que convocan a un sentir patrio: este país los
acogió, a este país se rendirán-? ¿Cómo no oír en ese murmullo, así todo,
lo que escapa al control, lo que permite la modulación de una lengua que se
expresa por fuera de lo comprendido y así dado a la administración? La lengua,
como último e inexpropiable sitio de la propia identidad, de los rastros de
experiencia, y a la vez, reducto de una conspiración siempre en ciernes,
anhelada.
¿Y qué nos dicen esos murmullos de nuestro presente, forjado en esas hablas
tenues que añoraban, y que –también- maceraban revueltas libertarias? ¿Oímos
allí las voces del Indoamericano, de sus muertos? ¿Los de una “conquista del
desierto” aun vigente en la extensión sojera del norte? ¿Oímos allí a nuestros
ancestros, a nuestra propia extranjería? ¿Qué vuelve, cuando vuelven aquellas
voces?
Hay así en la propuesta representacional de Boltanski, la inquietante
posibilidad y necesariedad de dialogar con fantasmas. Y desde la performática
intención de circular “dentro de la obra”, entrometerse entre camastros, entre
esos viejos sacos colgados, entre parapetos higienistas, y con las voces que se
entremezclan, superponen, y que al caminar, circular, unas van imponiéndose
sobre otras. Generando en ese movimiento un propio relato, un singular dialogo
con esos (nuestros) espectros, que agobian los vetustos salones, así como
agobian en nuestras cabezas nuestros muertos (familiares, ancestrales,
libertarios, indoamericanos, quom) Una Nación en ciernes, en perpetua conformación,
con y desde estos (y futuros) fantasmas. He ahí el arte (en este caso, el de
Boltanski), en su potencialidad de expresar lo subrepticio, lo apenas visible,
de convocar los mundos espectrales que nos acosan, y condicionan nuestra
experiencia cotidiana.
*Sebastián Russo es sociólogo, coordinador de la
revista Tierra En
Trance y Director Editorial de la revista En Ciernes.
Epistolarias
[1] La instalación Migrantes de Christian Boltanski es una de las cuatro
muestras del proyecto Boltanski Buenos Aires, organizado por la Universidad Nacional
Tres de Febrero (Untref) con curaduría de Diana Wechsler.
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