Antonio Cisneros nos dejó su
poesía, su lucidez, su tono socarrón
Antonio Cisneros falleció el pasado 6 de octubre. Fue una de las voces más
originales y de mayor presencia a nivel hispanoamericano. En Cisneros se corporiza un hablante por fuera
de certezas y dogmas, de manera que en el polo opuesto del poeta del oráculo su
voz llegaba desde un lugar inestable, periférico; la voz de un sujeto precario
inmerso en la zozobra cotidiana en la que asoman muertos que no terminan de
morir, redores que se revuelven en la basura, enfermedades y objetos roídos por
el óxido, más un devenir de “negocios y matanzas”, como dice en uno de sus
poemas.
Por Jorge Boccanera*
(para La Tecl@ Eñe)
Antonio Cisneros, nuestro amigo “Toño, falleció el pasado 6 de octubre. Fue
una de las voces más originales y de mayor presencia a nivel hispanoamericano. Hasta
una semana antes, ya con su salud muy deteriorada –situación que yo ignoraba- me
enviaba mensajes explicándome el modo en que la selección peruana, mediante una
estrategia de cerrojo, había anulado al mejor delantero del equipo argentino,
Lionel Messi. Nada podía contra el fútbol, una de sus pasiones. Lo conocí en
junio de 1976 en su casa de Lima (ya me había impactado su Canto ceremonial contra un oso hormiguero que salió por el Centro
Editor de América Latina); inmerso en un impasse: en 1972 había publicado uno
de sus libros principales, Como higuera
en un campo de golf, que según decía marcaba una frontera respecto a sus
recursos expresivos (“los límites de la impudicia y el pudor”); pero al mismo
tiempo corregía los textos que iban a conformar El libro de Dios y de los húngaros que se iba a publicar en 1978.
En esos días asistí a un curso que impartió sobre cuatro poetas -Octavio
paz, Pablo Neruda, Jorge Luis Borges y Ernesto Cardenal- y también le hice una
entrevista muy extensa –una de las primeras entrevistas que escribí- publicada meses
después en el suplemento cultural del diario mexicano El Nacional. Lo volví a entrevistar en 2010, cuando visitó Buenos
Aires invitado a inaugurar el Festival de Poesía del centro Cultural de la
Cooperación. Habían pasado, entre un diálogo y otro, 34 años. En esa ocasión repasamos
las claves de su obra, la singularidad de su lenguaje, sus obsesiones, sus
lecturas, su mirada sobre la realidad. Fue su última lectura en nuestro país
–donde había dado varios recitales, uno de ellos en el Festival Internacional de
Poesía de Rosario en 1998- y todos gozamos, entre muchos textos, de su clásico
“Tercer movimiento (afettuosso)” -que primero se llamó “Contra la flor de la
canela” y la gente conocía como “Para hacer el amor… ”- y de sus ‘poemas
maroqueros’. Sobre esos canciones de cantina del despechado, decía con tono
burlón: “Los mexicanos de puro despechados, matan; los argentinos se suicidan y
los peruanos van donde su mamá”.
Lo volví a ver de nuevo en 2011, en un paso furtivo por Buenos Aires, como
siempre altivo e imbatible, saltando de un tema a otro –la política, el fútbol,
la poesía, la gastronomía, los viajes- diestro en el tono socarrón y con la
lucidez que lo caracterizaba.
Habría mucho por hablar de su persona y de su poesía. Lo primero, quedará
en la intimidad de quienes lo conocimos, “Toño” no perdonaría ningún tipo de
empaque o el deslizamiento hacia la nomenclatura trillada en los homenajes
luctuosos.
De su obra siempre me llamó poderosamente la atención un “montaje
cisneriano” en el que conviven lo
grandioso y lo pueril, el ámbito doméstico individual integrado a lo histórico
social, una edad antigua y la actualidad: un relato de ciudades
amuralladas, carromatos y catapultas, salpicado de licuadoras, secadoras de
pelo y cajas de Corn Flakes.
Resalta también su capacidad de ir de lo culto a lo popular, de lo
hispanizante literario a la jerga urbana, del verso al relato, de la epopeya a
lo lírico, del tono pedagógico al desaliño, con un desenfado que reubica, pone
las cosas en su lugar con una ironía que opera como antídoto contra toda solemnidad.
Cisneros echaba mano tanto de las crónicas de la conquista como al anónimo
tradicional quechua, tanto de los salmos bíblicos como del epigrama latino, tanto
de la letra de un valsecito (a veces se entonaba alguno) como de la literatura
clásica. Parodiaba incluso el didactismo básico de esa “literatura” que pasa
por los horóscopos, concejos útiles, recetas de cocina y pronósticos del
tiempo.
Había dialoguismo, sí, coloquio urbano, sarcasmo devastador, revisión y
reformulación de la historia oficial y un extenso bestiario que además de
expresar un malestar le permitía una manera singular de metaforizar: la de
quien se mide, se confronta, con los animales, y entrega luego los resultados
en extrañas analogías poéticas.
En ambas entrevistas –la de 1976 y la de 2010- volvimos a hablar de sus
influencias principales: la poesía en lengua inglesa: Pound, Eliot -sobre todo
Lowell- más la beat norteamericana y la pop inglesa (decía que de esas poéticas
le había quedado “una frescura, un verdor, un gusto por la imagen”); pero
también Whitman y también Ernesto Cardenal, más Brecht en la apelación a la
ironía.
En Cisneros se corporiza un hablante por fuera de certezas y dogmas, de
manera que en el polo opuesto del poeta del oráculo su voz llegaba desde un
lugar inestable, periférico; era la de un sujeto precario inmerso en la zozobra
cotidiana en la que asoman muertos que no terminan de morir, redores que se
revuelven en la basura, enfermedades y objetos roídos por el óxido, más un
devenir de “negocios y matanzas”, como dice en uno de sus poemas. Ante eso,
habla en sus textos de procurarse un refugio en lo limpio, lo brillante, lo
amable, lo ordenado, “el techo redondo, la fogata redonda”.
Su mirada contiene un balance; una mirada entre lo
ganado y lo perdido, muchas veces resumida en uno de los afanes del hombre: sus
batallas. Comenta así lo que ha quedado en pie y anuncia un resultado
desalentador; el hombre de hoy es el ser primitivo. Estas enfermedades son
aquellas pestes: la avaricia, la codicia. Escribe: “En la provincia del
noroeste construyen tantos muros como muros derriban... Y en los únicos campos
donde fui recibido levantaban murallas y torres y terrazas (ya lo dije) que las
iban a hundir el mismo día”.
Hace cinco años, Cisneros había rematado un prefacio para una de sus
antologías con una línea lacónica que denota cierta aflicción: “Escribo poco,
mantengo a duras penas mi tan poquita fe y temo cada día”. Quizá, bajo esa
apariencia de solidez apoyada con argumentaciones consistentes -una tenacidad
expresada en charlas largas, tragos largos, largos debates en noches largas- se
replegaba cierto desamparo, cierta orfandad existencial que –por fuera de la
instancia familiar, la religiosa y aún a los gestos de reconocimiento de su
obra- lo ubicaran, frente a un entorno registrado como acechanza, en el lugar
de quien se siente ajeno, como higuera en un campo de golf. En tiempos de desasosiego, el testigo escribe:
“habito como un gato en una estaca rodeado por las aguas”. Quizá todo ello tuvo
que ver cuando, invitado por la editorial chilena LOM a colocar un título para
la antología que hice sobre su obra, cuando le otorgaron el Premio
Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda” en 2010, propuse éste: Diarios de naufragio.
Cisneros dio su palabra, fue una de las más altas de la poesía
contemporánea, una poesía sin autocompasión, en un tono crítico y escéptico (un
escepticismo, creo, más cerca de la suspicacia que de la indolencia) con textos
que no llegan al lector como certezas, sino en claves de dilema, como lo dije
al rematar el prólogo a aquella antología y que repito aquí: “son verdades
astilladas que aspiran a reunirse entre vientos contrarios y procuran un sitio
donde instalar sus desesperos; son poemas que interrogan sobre cómo vivir y,
sobre todo, que preguntan sobre cómo nombrar”.
*Poeta y Periodista
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