“Insoportablemente vivo” es el lema que tiñó la rememoración del
segundo aniversario de la muerte de Néstor Kirchner en el Parque Lezama y en
otros lugares. Es un lema muy revelador. Kirchner puede no haber sido tan
insoportable después de todo, pero en el rescate de las clases populares, más
allá del maniqueísmo con que se ha venido dando y de las intenciones
ulteriores, se juega una verdad esencial: Néstor es el líder espiritual de los
insoportables. Si en tiempos de Perón el adjetivo “descamisado” perdió su
carácter descalificatorio para ser adoptado con orgullo por aquellas gentes,
hoy se da un fenómeno comparable. El pueblo kirchnerista hace fiestas bajo el
lema “Negros De Mierda (NDM)” y se ríe ante el horror de quienes odian esa molesta,
peligrosa, intolerable negritud.
Por Sebastián Lalaurette*
(para La Tecl@ Eñe)
Ilustraciones: Daniel Santoro
BRAAAAAAINS!
En una de sus observaciones más sagaces (que ignoro si es original suya),
Eric Rabkin establece una correspondencia entre los monstruos más persistentes
en la moderna cultura occidental y los miedos a los que responden. Los
vampiros, al menos desde Drácula, suelen provenir de la clase alta (la criatura
de Bram Stoker es un conde, nada menos) y representar la amenaza de la vieja
oligarquía deteniendo y asfixiando el progreso de las nuevas generaciones, más
seculares; el hombre lobo, en tanto, es el reflejo de un terror de clase media,
el de lo instintivo, animal, brotando desde el interior e impidiendo al hombre
funcionar en sociedad (un poco como Gregorio Samsa, o un mucho); finalmente, los zombies vendrían a hablar de un problema
con la clase baja, mirada desde las otras: la amenaza de los pobres amparados
en su número, una masa informe, sin mente ni individualidad, que viene a
arrasar con el mundo que conocemos, a aplastarlo, movida sólo por el hambre.
Pero no sólo eso: lo que los zombies
vienen a comerse no es nuestro almuerzo ni nuestro corazón sino nuestro
cerebro, el asiento de la mente, lo más preciado que tenemos y lo que nos
permite poner distancia entre nuestra realidad civilizada y el mundo salvaje.
El zombie como entidad individual
representa una amenaza muy limitada. Incapaz de empuñar y apuntar un arma, de
conducir un vehículo o de formular una estrategia, se limita a caminar
lentamente en busca de un alimento que necesariamente debe ponerse en su camino
para ser consumido. La lucha contra un zombie
(uno solo) no es lucha: es masacre, un sangriento trámite. El problema reside
en el número. La fuerza del zombie es
la horda, la multitud imparable, avasallante como la lava.
Desde esta óptica, no es extraño que las películas y series sobre zombies abunden hoy en tiempos en que el
Imperio del Norte se encuentra mirando cara a cara a sus propios pobres. El
miedo a la debacle, por fuera de los mecanismos sancionados y aceptados del
ascenso social, es patente en el rechazo a lo que se ha dado en llamar
"Occupy Movement", a cuyos participantes frecuentemente se les achaca
una intelectualidad cercana a cero, una identificación errónea de los problemas
y acciones que condujeron a la crisis y una penosa ingenuidad a la hora de
proponer soluciones. Se les achaca, en definitiva, ser ciegos, formar parte de
una masa anárquica y amental. Monstruos.
No es requisito de una rebelión, sin embargo, que haya un Plan B bien
definido o una literatura revolucionaria que justifique la ira. Lo primero,
como diría el filósofo, es la conciencia de la ignominia; lo demás es
movimiento fino, táctica y estrategia, segunda instancia.
VERSIONES DE NEW YORK
Con el Occupy Movement mirándose a sí mismo al mismo tiempo que los demás
lo miran, cabe recordar que las raíces de esta actitud indignada no sólo proceden de las protestas en España y otros
países europeos, sino también, y tal vez más acabadamente, del horror
post-11/9/2001. Los Estados Unidos han entrado tarde y de costado al concepto
de revolución popular, al menos como cosa posible y pensable en su propio país.
Es por esto que Hollywood ha adoptado una actitud ambivalente frente a estos
alborotadores de lucidez variable.
Luego del ataque terrorista se exaltó la idea del “héroe colectivo”: una
docena de vecinos de a pie atajando amorosamente el cuerpo de Peter Parker
extenuado tras impedir que un tren se precipitara al vacío, prometiéndole que
no revelarán su identidad como Spider-Man y cumpliendo luego esa promesa; los
“buenos” y los “malos” de Ciudad Gótica evitando hacerse volar mutuamente en
pedazos y frustrando así el plan macabro (y un poco tonto, hay que decirlo) del
Guasón. Sin embargo, ante la irrupción de Occupy, la saga de Batman se volvió
más desconfiada de la idea del pueblo como depositario de la autoridad política
y moral. En un ensayo
brillante, Slavoj Zizek ha diseccionado la tercera y última película de
Christopher Nolan sobre el vigilante enmascarado, y ha visto en ella la doble
fascinación que el “héroe colectivo” ejerce sobre el director, dispuesto a
mostrar simultáneamente a la gente de Gótica como encargada de diseñar su liberación
y su destino y como rebaño que necesita del justiciero, de la policía y de los
guardianes políticos y económicos para funcionar.
Ciudad Gótica es, claramente, New York, y en las tomas aéreas de la ciudad
sitiada uno puede imaginar a la minúscula figura de Spider-Man balanceándose de
edificio a edificio en unos hilos finísimos e invisibles a la distancia. El
mismo pueblo capaz de exhibir solidaridad y compasión destellantes puede
volverse una bestia peligrosa si se lo pone a cargo de la ciudad, dice Nolan;
sólo puede haber solidaridad y compasión dentro del sistema, como instrumentos
destinados a humanizarlo y perpetuarlo. En la lucha por el sueño
(norte)americano, el “héroe colectivo” puede ser héroe o villano.
También por estos lares recrudece el miedo a la masa, al pobrerío en el
poder. Aunque la realidad dista mucho, muchísimo, de la posibilidad de que se
realice tal posibilidad, Buenos Aires, que quiere ser New York, teme y
desconfía.
ÉL
Escribo estas líneas en los alrededores del segundo aniversario de la
muerte de Néstor Kirchner. Últimamente ha renacido el afán nominativo que se
disparó en los meses que siguieron a esa muerte (le pusieron su nombre, ahora,
a una rotonda ubicada en el acceso a la ciudad de La Plata) y también ha
resurgido la emoción avivada por el recuerdo. Así como mucha gente prefirió
recordar a los Beatles en su versión de dibujo animado, la que puede verse en
la película Yellow submarine, muchos
evocan a Kirchner en la imagen del Eternéstor, una apropiación publicitaria de
la imagen del Eternauta de Héctor Oesterheld para los fines políticos del
kirchnerismo. Néstor es también, así, una especie de superhéroe: es el hombre
que se animó a salir cuando todos los demás se encerraban en su miedo y
preferían no ver, el que caminó bajo la nevada mortal y vivió para contarlo.
Pero, a pesar de esa presentación en solitario, se trata de un personaje que
homenajea al “héroe colectivo”, por el que está validado y al que, de alguna
manera, se encuentra supeditado. La Cámpora, al menos, no deja de insistir en
ello.
Aunque la Presidenta ya no lo nombre de esa manera en cada discurso público
que pronuncia, Néstor Kirchner sigue siendo “Él”, así, con mayúscula: el mismo
término que se utiliza para referirse a Dios. La herejía no debe sorprender
(por otra parte, sería sólo un problema de los creyentes reconciliarse con
esto) porque en el discurso kirchnerista el Líder comparte características
centrales con otros que se atribuyeron literalmente un carácter divino. Como
Gilgamesh, el rey era era dos tercios dios, “Él” es individual, único, porque
ha borrado a sus antecesores: la lucha por la recuperación de la memoria y la
revalidación de los derechos humanos no habría tenido que ver con nada que
hubiera hecho Raúl Alfonsín, por ejemplo, de manera que duros y ochentosos días
que debió enfrentar aquel presidente (campo de Mayo, Villa Martelli, La
Tablada) parecen ahora inexplicables, una obra de ficción. Y los kirchneristas
más parlanchines insisten cada tanto en desafiar la cronología peronista afirmando
que el de Néstor y el de Cristina han sido los mejores gobiernos en X cantidad
de años, donde X tiende peligrosamente a superar hacia atrás, en la línea del
tiempo, al primer gobierno de Juan Domingo Perón; aun cuando no lo hace,
siempre y sin duda ocluye al tercero. Néstor, héroe y guerrero, dios fundador.
(Por otra parte, hasta Daniel Scioli, en su afán reeleccionista, se
permitió gastar millones en una campaña publicitaria que lo mostraba rezando a
página entera y con un colofón consistente simplemente en las letras “DS”, la
más común abreviatura de “Dios” en los textos de los exégetas. Así que lo de
“Él” es cualquier cosa menos extraño.)
Pero la contracara de ese halo de unicidad sobrehumana es la identificación
con el pueblo. “Néstor se hizo carne en su pueblo”, dijo alguien durante las
recordaciones por el segundo aniversario de su muerte. Un viejo tópico del
populismo es, evidentemente, esta duplicidad de los líderes, que a pesar de
procurar una cercanía con el hombre común, integrante del cuerpo popular, a la
vez y contradictoriamente es percibido como un hombre superior, de estatura
legendaria. Interesantemente, el género discursivo de la anécdota laudatoria,
en el cual el pequeño incidente, la respuesta rápida, la ironía certera,
colocan al líder por encima de las maquinaciones de los simples mortales, ha
tomado como sujetos recurrentes tanto a Perón como a Borges, mutuas antípodas
en el espectro de lo popular. Esto sólo es posible gracias a esa tensión entre
popular y elitista que ha hecho de Perón lo que fue y de Kirchner lo que viene
siendo.
“Insoportablemente vivo” es el lema que tiñó, esta vez, la rememoración del
Eternéstor en el Parque Lezama y en otros lugares. Es un lema muy revelador.
Kirchner puede no haber sido tan insoportable después de todo (pagarle a
alguien todo lo que se le debe difícilmente amerite ser considerado el cenit de
la rebeldía), pero en el rescate de las clases populares, más allá del
maniqueísmo con que se ha venido dando y de las intenciones ulteriores, se
juega una verdad esencial: Néstor es el líder espiritual de los insoportables.
Si en tiempos de Perón el adjetivo “descamisado” perdió su carácter
descalificatorio para ser adoptado con orgullo por aquellas gentes, hoy se da
un fenómeno comparable. El pueblo kirchnerista hace fiestas bajo el lema
“Negros De Mierda (NDM)” y se ríe ante el horror de quienes odian esa molesta,
peligrosa, intolerable negritud.
Volviendo a Rabkin: I walked with a zombie (1941), uno de
los filmes pioneros del género de marras, justifica la aparición de los
monstruos en la tradición haitiana del vudú, al menos tal como se la conocía en
Norteamérica por aquel entonces. “Esto es, quizá, una justificación para que
los zombies sean negros con grandes
ojos saltones”, dice Rabkin. “Pero, coincidentemente, para el norteamericano
blanco promedio en 1941, los negros son indistinguibles, son ellos: los trabajadores, los sucios, los
‘Necesitamos su trabajo, pero ¿y si no podemos controlarlos?’ Y no podemos
controlarlos si, a fin de cuentas, no podemos matarlos.”
Kirchner como el Eternauta es una
operación de marketing falaz, el
subrayado de un pasado que nunca existió. Kirchner como líder zombie, horror de las clases altas y
medias altas, sujeto a fascinación y desconfianza: ésta es una imagen un poco
más descriptiva de cierta verdad profunda. En la complejidad de la
representación populista le ha tocado el papel de santo patrón, y en la mirada
de los privilegiados, la denigración de sus seguidores como criaturas básicas y
exentas de toda intelectualidad y sutileza. A Cristina Fernández le ha tocado vivir,
aquí en la tierra, con ambas cosas.
Hay mucho, muchísimo para
deplorar en las formas y los fondos de la apropiación kirchnerista de “lo
popular”. Pero, en definitiva, tal apropiación (y su espejo: la apropiación de
Kirchner por parte del pueblo) habla de un vínculo que la política no producía
hace tiempo. Al menos por un rato, es hora de brindar por los insoportables.
*Periodista y Escritor
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