Por Susana Cella*
(para La Tecl@ Eñe)
Cuando cierta palabra conlleva muchos sentidos, es portadora de un gran
espesor histórico e incluso objeto de disímiles interpretaciones, aparece, para
cierta mirada apuntadora a buscar en lo que sea con la finalidad declarada de lanzar
urticantes observaciones en general poco felices, como un blanco quasi perfecto. Podría pensarse en
cierto cansancio derivado de tratar algunas cuestiones como esta que, de no ser
por el particular contexto, más bien habitan el dominio de lo ya ampliamente
conocido, que bien puede recordarse volviendo sobre esa esa constante a que se
refería el Barthes de El análisis
estructural del relato, “el relato está presente en todos los tiempos, en
todos los lugares, en todas las sociedades; el relato comienza con la misma
humanidad; no hay ni ha habido jamás en parte alguna un pueblo sin relatos;
todas las clases, todos los grupos humanos, tienen sus relatos…”
Más allá de esas búsquedas de entonces respecto de la estructura del los
relatos, persisten algunos de los rasgos que señaló, los ejes que los vertebran,
aquello que se enlaza con estos, los indicios e informaciones, en una
indagación desde cierta perspectiva teórica cuyo objeto no nos habla sólo de
una permanencia, sino más bien de un elemento constitutivo, una de las formas
en que aquello que nos define como seres humanos, el lenguaje, nos permite
construir el modo de vincularnos con el complejo magma que llamamos realidad.
Por tanto, hablar de “el relato”, sería ni más ni menos que mentar uno de esos
tantos andamiajes discursivos que continuamente nos atraviesan, por medio de
los que construimos sentidos, conformamos imaginarios, que bien pueden ser
transhistóricos, y proveernos modos de expresión de la propia o compartida
experiencia, concepto este no poco importante en estas consideraciones acerca
de la posibilidad de relatar (desde luego en este punto remitiría no sólo a
Walter Benjamin sino también al ensayo de Giorgio Agamben, Infancia e historia) .
Al vincular conceptos de relevancia para estas reflexiones, agregaría otro
término que porta significados varios (tal como puede verse en diccionarios o
enciclopedias, además de haber sido tratado minuciosamente en valiosos
ensayos), el mito, que, más allá de las varias definiciones, es esencialmente
un relato. El mito puede incitar a la creencia, presentarse como una
explicación de un interrogante, o bien presentarse como una veladura. Como sea,
no deja de ser una operante fuerza en tanto su capacidad de apelar no s dirige
primordialmente a la razón, sino a todas las dimensiones que nos constituyen
como sujetos (con afectos, pasiones, impulsos) como sujetos deseantes en
definitiva.
Si se piensa en la argumentación y la narración como las dos grandes formas
discursivas, el relato muestra zonas donde también lo argumentativo puede
emerger, así por ejemplo cuando mediante la puesta en escena de personajes se
plantea alguna hipótesis, desplegada según lo que hacen, incluyendo sus actos
de habla, lo que dicen, qué tipo de modos tienen esas emergencias discursivas.
Todo esto, no sin cierta heterogénea presentación, tiene por objetivo
acercarse a esa cuestión que ha sido tema de intervenciones varias, con no
pocas confusiones o distorsiones respecto de a qué se llama “relato”. Es decir a lo que bien puede definirse como
una modalidad del discurso, es decir ese
conjunto verbal que no es un mero amontonamiento de palabras, y ni siquiera una
gran frase, como alguna vez se intentó postular, sino un entramado resultante
del enlace de sus componentes. Hablar de “relato” como una forma discursiva que
se caracterizaría por su falsedad, como una pura invención opuesta o veladora
de aquello que sería “la verdad”, puede asemejarse a la idea de mito en el
sentido peyorativo del término, como naturalización de algo que no es natural,
sino una construcción ideológica. Sin embargo, esto es desde luego sólo una de
las acepciones del mito, aquella que convoca a la desmitificación. El análisis
de los mitos, aun en este sentido, bien puede aportar a más afinadas
comprensiones de una situación, un hecho, una conducta. Así, pongamos por
ejemplo uno, bastante extendido según el cual alguien –digamos en un puesto de
gobierno- “no va a robar porque ya tiene plata”. Desmontar esta creencia, por
otra parte más que desmentida no en el discurso solamente, sino en los mismos
hechos, bien podría inducir reflexionar acerca de opciones políticas. Pero no
son precisamente operaciones desmitificadoras de este tipo de enunciados las
que aparecen en los cuestionamientos a “el relato”. Mitos de ese tipo
constituyen parte de un imaginario circulante y actuante. Y en relación con el
relato, inducen a pensar en una serie de microrrelatos que no serían “el
relato” y mucho menos “los grandes relatos”.
Vale la pena considerar un poco estas tres instancias. Al atribuirle a esa
especial definición que ha dado a “el
relato” (y lo marco entrecomillado para singularizar lo que parece haberse
erigido como sinécdoque) el carácter de
“ficción” (otra de las categorías que imprescindiblemente hay que tener en
cuenta) como si esta fuera sinónimo de mera fantasía, puro invento, se lo
contrapone a algo que parecería entenderse como la dura y pura realidad (como
si esta fuera algo externo, objetivo y no configurado según los modos en que se
la organiza justamente mediante el discurso, las palabras y las cosas, digamos).
Frente a la extendida idea de que la ficción tiene que ver más bien con el
fingimiento en tanto engaño, cabe señalar que ficción (y podemos apelar a su
etimología como brillantemente lo hiciera Eric Auerbach) es el modo plástico de
figurar, configurar algo, darle forma, de relato, por ejemplo, aun cuando se
trate de aquellos cuya relación con la referencia externa (la “realidad” si se
quiere) es mucho más cercana (un texto histórico, un testimonio) que donde
prevalece la invención de un argumento con personajes que no tienen un
correlato directo con personas (sujetos empíricos), donde se forjan situaciones
no coincidentes con hechos ocurridos, sea en relatos de tipo realista (aquellos
que buscan como efecto presentar algo que se vea como la realidad misma
utilizando la verosimilitud y aun los que la desafían como los cuentos
maravillosos o el fantástico).
Y, si quisiéramos extender formas de construcción de discursos a lo que
parece dominado por rigurosos parámetros científicos (de paso, en una ciencia
que ya no trabaja con el criterio de certeza absoluta sino de probabilidad)
vale destacar que también ella se vale de metáforas explicativas, por citar
una, la teoría del Big Bang como relato del origen del universo.
En la faz argumentativa más fuerte, por otra parte, como si se tratara de
exponer una hipótesis y su demostración, es preciso considerar que tal discurso
tiene una colocación témporo-espacial, y no es ajeno, por ejemplo, a los
destinatarios en sus representaciones y autorepresentaciones y expectativas (es
decir, quedan implicados los aspectos afectivo/cognitivos, cuestión que por
otra parte ya señaló Jean Piaget al vincular inextricablemente ambas instancias
aun en una conducta que podría parecer totalmente alejada de los sentimientos y
voliciones y pegada a operaciones de la inteligencia).
“El relato” que remite al conjunto
de enunciados provenientes por empezar de la propia Presidente o bien, del
kirchenerismo en general, parece anclarse, como justificación ideológica, en el
reclamo de un tipo de discurso que opere según los parámetros de una razón
instrumental que se percibe afín a un discurso de tipo positivista. Por citar
sólo alguna objeción, puede señarlarse que el tema de la razón devenida mito ha
sido más que suficientemente analizado por Theodor Adorno y Max Horkheimer en
su Dialéctica del Iluminismo. De modo
que esa descalificación de “el relato”, menos que a búsquedas tendientes a
ejercer una postura crítica sobre los discursos (lo que dicen y lo que callan,
rasgo propio de todo discurso por otra parte) no es sino una táctica que bien
estaría demostrando la imposibilidad de conformar un discurso sólido, quizá
similar, aun si fuera de signo contrario al de “el relato” como emplazamiento
de una constelación imaginaria potente.
Por otra parte, esta repetida palabra ha llevado a recordar lo que con
abundancia circuló en los años en que la postmodernidad –en su no unívoca
definición- ocupó fuertemente la escena reflexiva y la idea del fin de los
grandes relatos, fue señalada como uno de sus rasgos notorios. Simplificación
por decir lo menos, asociar esa teoría con esta circunscripta idea de “el
relato”.
Aun con ese afán de totalización que se le confiere a “el relato”, desde
luego no se compara con las grandes configuraciones discursivas establecidas en
la historia de la humanidad, con un fundamento como garantía de verdad y
capaces así de trazar un sentido y una teleología. Dichos grandes relatos, por
otra parte, no quedaron borrados de la faz de la tierra, lo hollado persiste,
lo acallado insiste y sigue convocando a volver sobre ellos no como manual de
ortodoxia, sino como memoria de la especie. Lo que de paso lleva a destacar y
afirmar la importancia de la memoria (ese relato incesantemente construido que,
desde el pasado se tensa sobre el presente, en tanto este no es una tabla rasa
sino la resultante de lo que le ha antecedido).
Quizá de esos grandes relatos en una historia que no ha terminado, desde
luego, sus vestigios sean materiales disponibles, fragmentos a integrar otras
visiones en un horizonte donde la
necesidad de creer (nombraría en este punto a una figura de la talla de Julia
Kristeva al referirse a este tema) está muy lejos de haberse disipado.
¿Aprovecha “el relato” algo de los grandes relatos? Se diría que sí, y por
suerte, en tanto, mucho de lo que ellos contienen sirve justamente a esa
utilización de huellas que han marcado subjetividades, puntos de no retorno, y
sobre todo, han provisto de sentidos; “estos viejos paradigmas” dice en un
hermoso libro, El sentido de un final,
Frank Kermode, “siguen afectando la forma en que hallamos sentido al
mundo”.
Y una referencia a lo que he denominado en este contexto y no como un
concepto general, los microrrelatos.
Ni grandes relatos ni “el relato”, sí se puede observar, como en el ejemplo
citado antes del político rico que no roba porque es rico como si la lógica de
la acumulación no fuera inherente a la posesión de riqueza; que no sólo no se
desmitifican en los mdios hegemònicos, sino que también se ve una abrumadora
puesta en circulación de este tipo de narraciones atomizadas (aun cuando sería
posible remitirlas a un conglomerado dispar y poco estructurado que es en
definitiva el discurso opositor más o menos hábilmente empastado).
Esos microrrelatos buscan ser portadores de un saber ofrecido como la
verdad, el envés de la trama de “el relato”, gratificando a quienes lo reciben
y repiten, en tanto les revela la “posta” del asunto que se trate, así, por
ejemplo, que la nacionalización de una petrolera se realiza (por otra parte,
como si fuera soplar y hacer botellas) para arreglar “la caja”. No hace falta
abundar en estas historias, están todos los días y a cada rato en los
multimedia. La mención tiene que ver con la eficacia inmediata que logran. Como
aquel personaje de un viejo actor, Juan Carlos Calabró, que transmitía esas
anécdotas explicativas de poco sustento bajo la autoridad de “A mí me dijo un
muchacho que sabe”, los microrrelatos son la continuidad masificada de aquellas admoniciones
continuamente machacadas por los medios. Esos microrrelatos, de manera
inmediata, directa, circulan y son reproducidos, sobre la base de la certeza y
confianza que se establece en gran medida por el mismo modo de transmisión. Ese
“muchacho que sabe” es una fuente emisora de mensajes, cuya entidad –no
conocida y más bien diluida- se agranda y adquiere consistencia en un contexto
con matices de información confidencial, al que puede acceder cualquiera y
sentir así la ventaja de adquirir esos datos provenientes de una fuente
fidedigna por hallarse dicho, fantasmáticamente claro, en vaya a saber qué
cocinas o pasillos institucionales. No deja de suscitar rumores y actitudes
que, entre otras cosas, están viciadas de confusión y embrollos. Esos enredos
de los enredos de los enredos, para decirlo vallejianamente, aportan al
panorama pintado en titulares y notas periodísticos, en comentarios en soportes
diversos, como caótico, terrible, inseguro, dudoso, falso, todo ello propio, según
tales visiones, de “el relato”. Por lo que merecen no sólo ser escuchados, sino
también, como las réplicas más organizadas, ser objeto de crítico análisis del
discurso.
* Poeta
y novelista. Profesora titular de la carrera de Letras, UBA. Colabora
habitualmente en la sección libros de Radar. Tiene a su cargo una sección en la revista Caras y Caretas y dirige el
Departamento de Literatura y Sociedad del Centro Cultural de la Cooperación.
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