Por Alberto Ramponelli*
Ilustración: Juan Carlos LIberti
(I)
Si bien es cierto que la historia es real y yo participé en ella,
ahora, que me pongo a contarla, compruebo que ese dato no sirve de mucho.
Porque, para ser estrictos, se trata en verdad de dos historias, alejadas en el
tiempo. Una ocurrió hace mucho, en esa imprecisa y turbia franja de la
existencia que llamamos “realidad”, de acuerdo a los mecanismos, objetivos y
subjetivos, que la rigen. La otra acontece en el presente y va tomando cuerpo a
medida que se materializan las palabras que la cuentan.
El único nexo que conecta ambas historias lo componen los recuerdos de la primera almacenados en mi memoria que trabajosamente van pasando a las palabras para que construyan el texto de la segunda. Bien miradas las cosas, hasta podría decirse que la segunda historia resulta más compleja que la primera y también más exacto su registro. La primera aconteció en la “vida”, simplemente, y en un segmento del tiempo que podemos denominar “ayer”, que, para usar las palabras del poeta, tan perdido está como Cartago. La segunda, en cambio, requiere de la más o menos acertada combinación de dos órdenes de distinta naturaleza: uno rige el plano de mi memoria y el otro la composición de un texto. En cuanto a la cuestión temporal, la segunda historia permanece siempre fiel a sí misma, dado que acontece en un perpetuo presente, cualidad no menor de toda historia escrita. Y por último, también se modifica mi participación. En la primera, yo estaba adentro, sumido en el flujo irremediable del existir. En la segunda, ocupo una posición triple: estoy adentro, estoy afuera, y estoy adentro y afuera al mismo tiempo. Hago con palabras una historia que me hace. Soy, para usar la conocida metáfora oriental, el arquero, la flecha y el blanco.
El único nexo que conecta ambas historias lo componen los recuerdos de la primera almacenados en mi memoria que trabajosamente van pasando a las palabras para que construyan el texto de la segunda. Bien miradas las cosas, hasta podría decirse que la segunda historia resulta más compleja que la primera y también más exacto su registro. La primera aconteció en la “vida”, simplemente, y en un segmento del tiempo que podemos denominar “ayer”, que, para usar las palabras del poeta, tan perdido está como Cartago. La segunda, en cambio, requiere de la más o menos acertada combinación de dos órdenes de distinta naturaleza: uno rige el plano de mi memoria y el otro la composición de un texto. En cuanto a la cuestión temporal, la segunda historia permanece siempre fiel a sí misma, dado que acontece en un perpetuo presente, cualidad no menor de toda historia escrita. Y por último, también se modifica mi participación. En la primera, yo estaba adentro, sumido en el flujo irremediable del existir. En la segunda, ocupo una posición triple: estoy adentro, estoy afuera, y estoy adentro y afuera al mismo tiempo. Hago con palabras una historia que me hace. Soy, para usar la conocida metáfora oriental, el arquero, la flecha y el blanco.
(II)
Tenía apenas dieciocho años recién cumplidos cuando cayó preso por
primera vez, a causa de un robo menor. Trabajaba como mandadero en una florería
y se quedó con el dinero que un cliente le pagó contra entrega de un pedido. No
pudo reponerlo y el patrón lo denunció. Tuvo que cumplir una condena de varios
meses. Al salir, consiguió trabajo en una empresa de transportes. Se ocupaba de
limpiar el interior de los colectivos cuando volvían de hacer el recorrido. No
duró mucho. En un descuido del chofer, se llevó el colectivo y anduvo dando
vueltas hasta casi agotar el combustible. Ya de madrugada, estacionó
temerariamente el vehículo en la puerta de su casa y se fue a dormir. Antes del
mediodía la policía lo sacó casi a la rastra de la cama. Esta vez pasó más de
un año en la cárcel.
Yo tenía la misma edad, nos conocíamos del barrio.
Habíamos sido muy amigos en la infancia, pero nos distanciamos en la
adolescencia, a raíz de ciertas compañías que él comenzó a frecuentar. Aún así,
la madre, que me tenía un afecto especial, solía pedirme, cada vez que la
encontraba en la calle, que hablase con él, en nombre de la antigua amistad, y
lo exhortase a dejar, como ella decía con tono lastimero, el mal camino.
Dos veces hablé con él por este tema. La primera en el intervalo entre
su segunda y tercera estadía en prisión. Lo encontré por casualidad en el club
del barrio, jugando al billar y tomando ginebra. Estaba flaco, demacrado y,
aunque dejó espontáneamente el taco de billar sobre la mesa para abrazarme,
durante todo el tiempo que estuvimos juntos lo noté como ausente. Nos sentamos
aparte, me convidó con ginebra, hablamos de fútbol, del mal estado de la mesa
de billar que no permitía ciertas carambolas difíciles, de mujeres. Yo, que
tenía en mente el pedido de la madre, aproveché para preguntarle si en prisión
las había extrañado. Él se encogió de hombros. Un poco, dijo, como restándole
importancia al asunto. Hay otras preocupaciones ahí, agregó, luego de un breve
silencio reflexivo. Me sentí algo desconcertado. Por esa época andábamos por
los veintidós años, pero de golpe tuve la impresión de estar hablando con
alguien que tenía acerca de la vida mucha más experiencia que yo. Seguimos
tomando ginebra, y hasta que nos despedimos un rato después, hubo entre
nosotros más silencios que palabras.
Cuidate, recuerdo que le dije antes de separarnos en la puerta del
club. Pero fue un pedido vago, sin ninguna alusión específica, una mera fórmula
de despedida. En el momento me di cuenta, porque él me respondió: Vos también,
con el mismo tono formal. Como me pesaba todavía el pedido de su madre, quise
corregir la situación. En serio te lo digo, agregué, tratando de poner en mis
palabras la suficiente intencionalidad. Creo que entendió el velado mensaje,
porque asintió con la cabeza y alcanzó a musitar: Gracias. Después me guiñó un
ojo y volvió a entrar en el club.
Este encuentro fue para otoño. En el verano siguiente lo pescaron en
la costa, robando pertenencias de bañistas desprevenidos. Fue su tercera
entrada en la cárcel, estuvo a la sombra dos años.
Hablé con él por última vez en su casa. Noté que su estado físico se
deterioraba con cada encarcelamiento. Estaba más flaco, más pálido, le faltaban
dos dientes. En esa ocasión traté de ser directo, firme. Insistí en que se
dejara de joder con la vida que llevaba, dejate de joder, le dije, pensá en tu
vieja, no ves cómo sufre. Bajó la vista, parecía avergonzado. Me prometió que
sí, que iba a cambiar. Esta vez sí, me dijo, te lo prometo. Yo le puse una mano
en el hombro en señal de aprobación, y él me sonrió y por un momento pude ver
en sus ojos una mirada franca, traslúcida, que me empujó hacia atrás en el
tiempo, y lo vi y me vi en esos ojos como si fuéramos otra vez chicos en el
patio de la escuela, amigos y cómplices como éramos entonces que nos
entendíamos con apenas mirarnos. Pero esto duró poco, enseguida noté el
repliegue, la mirada que buscó amparo en un gesto apenas perceptible, casi una
mueca sutil que volvió vieja su cara, más vieja aún que los años que tenía, una
casi mueca que me reveló en el brevísimo tiempo que dura, como quien dice, un
parpadeo, el verdadero propósito, el deseo tan metido dentro de él y tan
herméticamente oculto y hasta ajeno, incluso, a su voluntad, un deseo que
operaba de un modo casi fisiológico, como el aire que en ese momento llenaba
sus pulmones y como el mismo mecanismo que lo procesaba para darle vida a su
cuerpo, a su mente: tengo que volver allá, voy a volver porque no tengo otro
lugar en el mundo, ése es el único sitio donde puedo estar. Fue un parpadeo,
nada más, y ahora que lo evoco para ponerlo en palabras, no sé si realmente vi
eso o mi memoria lo inventa. Lo cierto es que en ese momento entró la madre con
el mate en la mano, y fumamos unos cigarrillos y hablamos de música, y cuando
noté que se había hecho de noche en la ventana dije que se me hacía tarde.
Fue la última vez que lo vi.
Unos días después entró en los fondos de una casa vecina y trató de
llevarse una cortadora de césped del galpón de las herramientas, pero los
ladridos de un perro alertaron al dueño de casa que con un revólver en la mano
lo hizo tirar boca abajo en el piso hasta que llegó la policía. Ya no salió más
de prisión. Le dieron cinco años, pero al tercero enfermó de leucemia y murió
en la enfermería del penal. Según me contó alguien, se le había caído todo el
pelo por efecto de la quimio. Mucho tiempo después me encontré con la madre en
la calle. Era una mujer ya vieja, enclenque, de espaldas vencidas. Nos cruzamos
una mirada rápida, casi avergonzada, como dos derrotados.
Él fue feliz a su modo, alcanzó a decirme ella.
Yo ni siquiera asentí.
Le di un beso en la frente y seguí mi camino.
*Alberto Ramponelli es Escritor y Coordinador de Talleres
Literarios/Secretaría Cultura de Morón
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