Por Martín Piqué
(para La Tecl@ Eñe)
De tanto perder
batallas, de tanta demostración de incapacidad e impotencia para elaborar un
discurso que enamore, la oposición adoptó una nueva estrategia. Denunciar “el
relato”. Intentar desprestigiarlo. “Relato”, entonces, según el lamento
recurrente de las cornetas opositoras, consistiría en un engaño a gran escala,
una construcción alejada de los hechos que, sin embargo, es asimilada por
(¡otra vez!) masas dóciles e incautas que miran Fútbol para Todos, 678, Duro de
Domar o los programas radiales y televisivos de Víctor Hugo Morales, ahora
demonizado como “el relator del Relato”.
La crítica al “Relato” ajeno adjudica las
transformaciones económicas y sociales que se realizan desde el Estado a una
mera construcción retórica. Esa queja repetitiva implica, inevitablemente, una
posición derrotista. Y supone, para quien la ejerce, un rol secundario,
subalterno, de “admirador del paisaje ajeno”, o, para decirlo en términos
futbolísticos, del rival que se sabe inferior en el juego y quiere ganar el
partido con algún artificio burocrático o administrativo porque ve imposible
conseguir el triunfo en la cancha.
En los’90, tras el derrumbe del bloque
soviético, en el mundo se empezó a hablar del “fin de los grandes relatos”. Los
grandes relatos eran las teorías generales que explicaban el modo de producción
existente y proponían un orden económico y social alternativo. Aquella crisis post-1989 nos dejaba huérfanos
de esperanza en un mundo que ya no tendría historia, según la profecía de
Francis Fukuyama. Pero el pronóstico falló. Lo desmintió primero la crisis del
neoliberalismo en los países emergentes. Y la desmentida más cruda la aporta
hoy Europa, con su dramática incapacidad para encontrar una salida. La
historia, está visto, no terminó.
El relato implica una organización. Una
secuencia narrativa. Si el discurso argumentativo tiene sus pilares en la
generalización y en los planteos –generalmente didácticos-- que se desarrollan
por etapas, el relato suele alimentarse de las biografías personales, de las
historias de vida. Por eso la narración puede alcanzar una contundencia emotiva
que la argumentación difícilmente despliegue, salvo excepciones. El relato,
entonces, como repaso de historias privadas y públicas, tiene una efectividad
comunicacional que lo hace imprescindible. Imprescindible para conmover, para
movilizar, para recordar, para dar fuerzas.
Y el peronismo, no por casualidad, es un
manantial de historias. Historias de movilidad social ascendente, de inclusión
educativa, de avances en el consumo y el goce consecuente, de protagonismo
político, de atorrantismo cultural. Cada familia argentina, y sobre todo
aquellas que provienen de los sectores populares o del mundo del trabajo, con
asalariados y empresarios nacionales como piezas esenciales, está cruzada por
ese parte-aguas, esa bisagra existencial, individual y colectiva, que en diez
años (1946/1955) se convirtió en el movimiento de masas más importante de América
Latina.
El peronismo, a fin de cuentas, es en sí
mismo un relato. Un relato potente que retoma historias previas –el
yrigoyenismo de “la chusma”, FORJA, el nacionalismo de las Fuerzas Armadas, las
montoneras federales del siglo XIX, ciertas tradiciones rurales, la cultura
popular de Buenos Aires como expresión de rebeldía durante la década infame—y
que crea una nueva síntesis todo con un liderazgo impar y bajo tres banderas
convocantes: Soberanía Política, Democracia Económica y Justicia Social. Con aquellos
elementos que lo vieron nacer, construye una narración que es el más grande y
bello relato de la Argentina :
la historia de la pelea de un pueblo por la emancipación.
El relato que imaginó el primer peronismo
tuvo su iconografía característica, su arquitectura, su estilo. Eran imágenes
incorporadas desde el futurismo fascista italiano, del constructivismo
soviético, del monumentalismo de los años ’30. La parafernalia que acompañaba a
las inmensas concentraciones callejeras en la 9 de julio, con los retratos de
Perón y Eva, son un ejemplo emblemático. La gestión del Estado, la mejora en
las condiciones de vida, el desarrollo tecnológico, fueron imponiendo otras
marcas visuales. Otras imágenes de ese gran relato que sigue siendo el hecho
maldito, ese fenómeno extraño aborrecido por Vargas Llosa: los chalecitos
californianos, de paredes blancas y techo de teja a dos aguas, de Ciudad Evita.
O el Pulqui, primer avión a reacción de América Latina.
Como todo gran relato, empezando por el Nuevo
Testamento, el peronismo tuvo ascenso, caída y resurrección. Tuvo amor,
tragedia, dolor. Tristeza y redención. Muerte de Eva, bombardeo en Plaza de
Mayo, golpe de Estado, resistencia con tiza, carbón y “caños”. Es un relato
individual, la historia personal de Perón con su exilio forzado, pero también,
y sobre todo, una historia colectiva. Tras la represión iniciada por Aramburu y
Rojas, los golpistas no sólo proscribieron a un movimiento político y
agredieron a su base electoral. También intentaron derogar por decreto la
memoria del pasado reciente. Eso galvanizó para siempre --como un acero al que
se le añaden otros metales—la relación entre el líder desplazado y las mayorías
populares.
El relato podría haber declinado con la
muerte de su fundador (así sucedió con otros espacios nacionales y populares
latinoamericanos, como el proceso iniciado por Getulio Vargas en Brasil). En
ese caso, el relato colectivo del peronismo –la búsqueda de la independencia
definitiva, el corazón dramático de una revolución inconclusa—podría haberse
convertido en material reservado a los libros de historia. Y a medida que
pasaran las generaciones, el recuerdo de “los diez años felices” iría
desapareciendo como las memorias del personaje de Jim Carrey en la película
“Eterno Resplandor de una Mente sin Recuerdos”.
Pero la historia argentina reservaba un
capítulo redentor para el relato peronista. Y llegó como efecto reparador tras
la defección de los ‘90, cuando Menem quiso “cabalgar sobre la coyuntura” que
había dejado la caída del Muro y se convirtió en el mejor alumno. La redención
llegó con otro contexto internacional, con dirigentes que supieron
interpretarlo. Como Perón en los ’40, cuando entendió que el desarrollo
económico de la
Argentina imponía una política industrialista que desalojara
al capitalismo británico del aparato productivo. El peronismo está vivo. Es un
relato colectivo, alimentado por derechos conquistados y sueños por realizar.
¿Qué es lo que lo hace tan fuerte, tan duro,
tan resistente al paso del tiempo y a los ciclos del capitalismo? Sin caer en
la tentación esencialista, que supone –erróneamente—que existe una cultura
nacional estanca e inmutable, podemos contestar que el peronismo es el relato
más significativo de la Argentina.
Porque es el más parecido a su riquísima cultura popular.
*Periodista.
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