Por Edgardo Mocca*
(para La Tecl@ Eñe)
Los meses
transcurridos desde que Cristina Kirchner asumió su segundo período
presidencial están atravesados por la puesta en primer plano de la cuestión
nacional. La intensificación de la presión diplomática sobre Gran Bretaña en
reclamo del diálogo bilateral por la soberanía en las Malvinas y la querella
con las empresas privadas concesionarias de la explotación de los
hidrocarburos, que culminó con la expropiación de la mayoría accionaria de YPF
al grupo Repsol pusieron en el centro de la atención la defensa de nuestra
integridad territorial y de nuestro
patrimonio.
Se trata de una
materia que tiene profundas raíces en nuestra historia y en la de toda América
Latina. Reabre inevitablemente viejas contiendas culturales que, en buena
medida, dieron forma a nuestro paisaje político-cultural. Los grandes
movimientos políticos populares del siglo XX y las resistencias que se le
opusieron, los intensos debates de los años sesenta del siglo pasado alrededor
del problema de la dependencia y la pretensión neoliberal de los noventa de
suprimir de raíz el problema incorporando a nuestro país en el indiferenciado
torrente de la globalización capitalista son algunos de los tramos más
salientes del largo itinerario de esta polémica ideológica. No es extraño que
la recuperación de la principal empresa petrolera haya reabierto la discusión.
El hecho de que el peronismo haya sido motor principal del proceso de
privatización y desnacionalización de los años noventa y promotor de una
política de recuperación a partir de la asunción de Kirchner constituye una
pregunta crucial sobre la naturaleza y la vigencia del más importante
movimiento político del último siglo.
El nacionalismo
argentino tiene una naturaleza contradictoria. Puede reconocérselo en las leyes
de persecución contra los trabajadores extranjeros y en las campañas de la
última dictadura contra la “campaña antiargentina que viene del exterior, usada
como herramienta contra la movilización en defensa de los derechos humanos
contra el terrorismo de Estado, como en las luchas por la afirmación de nuestra
soberanía contra las diversas formas de neocolonialismo que atraviesan nuestra
historia. Hay un nacionalismo autoritario y otro democrático. Hay un
nacionalismo unanimista, que borra las diferencias y los conflictos y otro
plural que se nutre de la diversidad social y cultural. Y ciertamente las
fronteras entre las diferentes concepciones nacionalistas no son precisas ni
rígidas; son permanentemente reactualizadas y transformadas por la acción
política. La actual ofensiva por la cuestión Malvinas es un ejemplo de cómo se
entrecruzan en la afirmación nacionalista elementos de reivindicación de un
orden nacional más justo y democrático, la demanda contra el militarismo y el
rechazo de la aventura militar de 1982 con la reivindicación sin matices de
aquella ocupación y los odios y rencores indiscriminados contra Inglaterra. Ese
límite impreciso y cambiante entre los diferentes nacionalismos es crucial para
cualquier iniciativa política que se reclame popular y democrática.
¿Cuál es el contenido
principal que va asumiendo en nuestros días la polémica sobre el nacionalismo?
Me arriesgo a decir que la discusión está “contaminada” por un contexto de
época mundial cuyo significado y proyección no estamos en condiciones de
capturar en plenitud. En la discusión política y parlamentaria sobre la
expropiación del grupo Repsol ha habido algo así como otro debate presente en
forma de fantasma: qué hizo cada quién en los tiempos de la privatización de YPF.
Como no puede ser de otra manera, la pregunta apareció en modo de chicana para
revisar aspectos de las conductas personales y partidarias de aquellos tiempos,
poco defendibles en el actual clima político. Es una narrativa de la historia
en clave de coherencia individual y colectiva en materia de principios y
valores. Aún cuando muy valiosa, a esa retrospectiva debería agregársele una
reflexión sobre la transformación cultural que sufrió el conjunto de la
sociedad argentina y su relación con procesos de cambio que recorren la región
y forman parte de una agenda mundial también transformada. Es lícito
preguntarse por qué hoy la nacionalización de YPF tiene un porcentaje abrumador
de opiniones favorables en la población, muy parecido al que hace veinte años tenía
el proceso de privatización impulsado por el menemismo. Por qué las posturas nacionalistas que
entonces lucían como ecos nostálgicos de tiempos idos, hoy están cargados de
fuerza y de futuro.
Lo que está implícito
es un balance sobre el neoliberalismo, la comparación entre su ampulosa promesa
y su desventurada realidad. En un primer nivel están las cuestiones económicas,
las que constituyen la esfera del bienestar y se relacionan con las
posibilidades de consumo. Es el primer nivel porque se trata del corazón de la
promesa neoliberal, que no hablaba de comunidad ni de identidades colectivas,
ni de grandezas nacionales: se remitía centralmente al más cerrado y
autocentrado cálculo de caja. En ese nivel el neoliberalismo ya ha cerrado su
balance en la región latinoamericana. Ha dejado a sus sociedades, en general,
más pobres, más desiguales, más desintegradas. El signo político general de
comienzos de este siglo en la región es de recusación de las recetas del
consenso de Washington y busca de caminos alternativos, de gran diversidad
según la experiencia y trayectoria de cada nación y el tipo de liderazgo
emergente en ellas. La ruta de lo que se ha llamado el posneoliberalismo
latinoamericana incluye la cuestión económica pero la excede largamente: tiene fuertes
componentes de recuperación histórico-cultural, de reaparición de viejos
símbolos y viejas palabras, capaces de hablar en la nueva época. La cuestión
nacional ha resucitado en la región, particularmente en el sur. Y lo ha hecho
con un sello integrador, reivindicador de la “patria grande”, de los sueños de
los padres fundadores de nuestras naciones. Es un tipo de patriotismo
profundamente anclado en la historia de nuestros orígenes político-estatales y
claramente proyectado hacia el horizonte de un mundo global en el que las
regiones serán sujetos políticos primordiales. Eso es el Mercosur, la Unasur,
el Alba. Todavía representan más una voluntad política que una concreción
fáctica, pero es un camino del que nadie, ni los gobiernos más afines a los Estados
Unidos, quieren apartarse. Este nacionalismo de época en la región, ampliado a
la perspectiva regional, es unánimemente
democrático, plural y pacifista, aún en la alta conflictividad que adquiere en
algunas de nuestras patrias.
Tampoco puede divorciarse
el impulso nacionalista de los procesos que se desarrollan fuera de nuestra
región. En primer lugar de la intensa crisis que envuelve al capitalismo global
y tiene su epicentro en Europa. Allí también las recetas del capitalismo
financierizado han dejado profundas huellas de retroceso social en la región en
la que nació y creció como en ningún otro sitio el capítulo sociopolítico más
rescatable de la historia de la modernidad capitalista, el de los “estados de
bienestar”, nacidos en lo fundamental después de la segunda guerra mundial. El
gran modelo de integración supranacional, la Unión Europea, giró de un gran
proyecto político de ampliación de los derechos sociales a un espacio abierto a
la expansión de los grupos económico-financieros más poderosos y debilitado en
su capacidad política de control de los mercados. En los países de Europa más
afectados por la crisis se ha reabierto la cuestión social, bajo la forma del
desempleo masivo y el recorte generalizado de los instrumentos de la seguridad social.
Pero también se han reabierto la cuestión democrática y la cuestión nacional.
La región que supo ser desde 1945 un modelo de institucionalidad democrática
para nuestras sociedades zamarreadas por la inestabilidad y la ilegalidad
política se encuentra hoy ante una curiosa situación: sus constituciones
nacionales, sus sistemas de partido, sus regímenes de política social, el
conjunto de su estructura política se encuentra fácticamente subordinada a
poderes extranacionales no elegidos por su ciudadanía. El último hito
–provisoriamente- de este itinerario es el llamado pacto fiscal que compromete
a sus países miembros a incluir nada menos que en sus constituciones, unas
cláusulas que limitan el déficit fiscal aceptable. Aceptable, claro está, según
los criterios de la tecnoburocracia del Banco Central Europeo en alianza con
sus colegas del FMI. Es decir, las democracias europeas son, crecientemente,
democracias que no deciden, lo que vulnera el más elástico de los criterios
para definir ese régimen de gobierno.
Los países europeos
tienen también frente a sí la cuestión nacional. Los modos de constitución real
de la Unión Europea han profundizado las desigualdades de desarrollo de sus
naciones. Buena parte de la futura evolución de la crisis por la que atraviesan
depende de decisiones que se toman fuera de los estados nacionales
democráticos, en el gobierno de la Unión. Y esas decisiones están sumamente
condicionadas por el rumbo que, en cada momento, encare la principal de las
potencias del área, Alemania. No hace falta decir nada acerca de la
explosividad potencial que tiene este problema, a la vista de la historia
europea desde comienzos de siglo XX hasta 1945. La perspectiva nacional,
claramente abandonada por las socialdemocracias reconvertidas al ideario de la
democracia liberal y del liberalismo económico en los tiempos de la “tercera
vía” propugnada particularmente por sus destacamentos inglés y alemán, flota en
un peligroso vacío que las ultraderechas están intentando ocupar. El rencor
nacional tiene terreno fértil en nuevas y empeoradas condiciones de vida
sociales de los pueblos. Fácilmente se puede amalgamar la xenofobia contra los
trabajadores inmigrantes y el resentimiento contra Alemania, el hermano mayor
cuyos arbitrios conducen al conjunto de los países de la región. No hay a la
vista una fuerza y un ideario orgánico que articule la cuestión nacional con la
democracia y la cuestión social, vacío ciertamente muy amenazante. Lo demuestra
acabadamente el espectacular avance de la candidata de ultraderecha Marine Le
Pen en la primera vuelta electoral francesa.
La reaparición del
tema nacional se engarza también con las modificaciones geopolíticas que
existen y las que se insinúan. El mapa mundial ha cambiado desde la
desaparición de la Unión Soviética y el fin de la guerra fría hasta la
actualidad. De la hegemonía incontestada de los Estados Unidos se ha pasado a
un orden inestable en el que este país conserva su liderazgo mundial pero en
condiciones limitadas por nuevos actores y nuevos reagrupamientos regionales.
El lugar de China y su vecindario asiático es el primero de los vectores que
cambian la distribución política del poder. Y a eso se suma la emergencia de
nuevos países y agrupamientos regionales con pretensión de convertirse en
jugadores globales. El grupo BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) es
el principal de estos agrupamientos. La presencia de Brasil en este nuevo
tablero global es inseparable conceptualmente de la nueva situación en América
del Sur y entraña una gran oportunidad para nuestro país, en el contexto de
nuestra alianza estratégica en el Mercosur y de nuestro impulso compartido de
la Unasur.
Los vientos
nacionalistas (acaso sería mejor llamarlos patrióticos) que recorren nuestro
país no son, como los quiere mostrar cierta derecha, una ocurrencia oficial que
intenta manipular sentimientos para sostener su poder. Nuestro país es parte
integrante, y también activo impulsor, de una nueva escena mundial. Del
agotamiento de una etapa del capitalismo mundial nacida con la crisis de
mediados de los setenta que transformó el paradigma keynesiano-fordista en el
sueño, devenido pesadilla, neoliberal y cosmopolita del capitalismo
financiarizado. Nadie puede predecir el futuro de esta crisis. Lo más que
podemos hacer, desde una perspectiva popular y democrática es apostar a un
mundo en el que los procesos de afirmación de las soberanías nacionales,
ampliadas a escala regional, se afirmen en la consolidación y recuperación de
derechos sociales y en la profundización de las prácticas de la soberanía
popular.
* Politólogo
No hay comentarios:
Publicar un comentario
comentarios